
Yo miro mi reloj y me empino inquieto sobre los hombros de los espectadores de la fila como queriendo depurar la espera.
Luego de haber pagado con celeridad los boletos, corro por el pasillo que me conduce a la sala dos. Al entrar en la penumbra, camino subiendo casi a tientas por las escaleras contorneadas de neón, y miro hacia atrás para no perderme un segundo de lo que hay en la pantalla.
–Llegamos a tiempo– me dice ella susurrando mientras el acomodador se mueve como una tortuga hacia nuestra ubicación –la película no ha empezado, todavía están en los cortos–. Algo se impacienta en mi interior y me apresuro a llegar al banco asignado para ponerme las gafas y sumirme en la delicia de las pequeñas pelis.
En la inmensa pantalla se ve un traficante de armas lanzarse desde la ventana de un edificio, vuela medio segundo y un estallido lanza a volar una decena de letras blancas, que con el retumbar de un sonoro trueno, se posan como aerolitos ante nuestros ojos: “Próximamente en su sala de cine más cercana”.
Sonrío en la oscuridad y me preparo para la siguiente: Logotipo de la productora sobre fondo negro. Fundido. Un par de niños corretean a la salida del colegio, uno de ellos tropieza y cae al suelo. Letras blancas: “Cuando cometes errores…”. Visión subjetiva, una mujer llorando mientras corre inclinada sobre una camilla jalada por dos enfermeros. Letras blancas: “…Debes pagar las consecuencias…”. El niño yace tumbado sobre una cama del hospital conectado por cientos de cables. Letras blancas: “…y a veces, no hay cabida para segundas oportunidades”…
En los últimos años, sometido al ineluctable síndrome de la tardanza, he llegado retrasado a una infinidad de funciones, a las que entro agitado y ansioso, para notar con tristeza que hace algunos minutos, ha iniciado inclusive la proyección del largometraje anunciado en cartelera. Lo difícil de todo ello, es asumir que nuevamente he llegado tarde a la proyección de pequeñas historias que suscitan sensaciones y provocan la imaginación, y que además de ello, son en algunos casos, justamente lo que más deseo saborear de la función.
Están encargadas estas pequeñas pelis, a las que llaman equivocadamente “los cortos”, de agarrar al espectador por los ojos y los oídos, y en el mejor de los casos, no liberarlo hasta llevarlo arrastrado a la sala de cine a ver la película completa. Ver los tráilers cinematográficos es mucho más que ver un catálogo de productos en el que tenemos que seleccionar a cuál asistir y a cuál no. En realidad su creación consiste en un arte de suma delicadeza y microscópico detalle. Cada sonido, cada plano de duración de fragmentos de segundo, cada palabra, cada texto sobre la pantalla, cada movimiento abrupto o sosegado de la cámara, es un componente químico de trascendental efecto; igual que en la alquimia del cine, dado que estos bocados de historia, son también cine pero en menor escala temporal.
Cuando se enfrenta uno a un tráiler, existen dos únicos rumbos: Ser atrapado por sus imágenes y sonidos, o desistir de antemano de la idea de ver alguna película de futuro estreno. Cuando uno es encantado por el tráiler, tiene su destino también dos rumbos: Asistir ansioso a ver la película que hemos visto sintetizada en aquella función, o por alguna razón circunstancial perdérsela y quedarse con las ganas golpeándole el estómago desde adentro. Ahora bien, cuando logramos ver la película cuyo tráiler nos ha enganchado, tenemos también dos alternativas: Salimos extasiados por la obra excelsa que la pequeña peli nos anticipó, o sufrimos una de las decepciones que en mi caso, es de las más fuertes en la vida, una película cuyo tráiler era un fatuo engaño.
Sí, algunos engañosos tráilers se mezclan entre los de películas excelentes, y nos muestran un universo fingido y encantador, que logra engancharnos con tal fuerza que nos catapulta a la sala de cine el día del estreno, para notar que lo que vemos en la película completa, es un asunto desfigurado y distante del tráiler que nos enamoró; tal como si el tráiler fuese la obra original, y el largometraje una segunda versión insulsa e incompleta.
Demos en estos casos el crédito al tráiler y asumámoslo como una obra unitaria, porque en muchas ocasiones, los creadores de tráilers son realizadores contratados única y exclusivamente para la creación de esta pequeña pieza de expectativa. Puede suceder, claro, que la película sea un bodrio esperpéntico e insoportable, y que el último día edición, el director en la sala de montaje diga rascándose la cabeza “Esta película es deplorable, ¿qué hacemos?”. La única alternativa, señor director venido a menos, es generar un tráiler de exquisito placer narrativo y magistral estructura; pagar a los exhibidores para que lo muestren en las principales salas, y que el público que lo vea quede extasiado y agote la boletería de las primeras funciones, ojalá muy pronto, antes de que los primeros espectadores y la crítica, revelen que en realidad esta película, es su tráiler y nada más.
Tan delicada y exquisita es esta pieza de minuciosa manufactura, que existen festivales exclusivamente para la proyección de tráilers cinematográficos, y es tan delicioso el minuto en que desborda sensaciones, que en algunos casos se realizan tráilers sin que la película completa exista en realidad. A veces ni siquiera es necesaria.
Si se llega a tiempo a la sala de cine, y se es testigo de una infame película de pésima calidad, haber presenciado unos buenos tráilers durante quince minutos, puede ser un merecido y muy satisfactorio premio de consolación.
Septiembre de 2010
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