martes, 21 de junio de 2011

"La espontaneidad del vómito" ó "Self Cunnilingus" (Instrucciones para posar la lengua detrás de la campana)


No mayor satisfacción puede provocar posar la lengua detrás de la campana. 
De satisfactorio no tiene mucho, quizá sentir el sabor de la parte posterior de la úvula, nada más. En absoluto.
¿Y eso qué sentido tiene? Ninguno, claro está.
 
La úvula es ese inútil trozo colgante de membrana que pende bien al fondo de la boca y que vemos vibrar en los dibujos animados cuando algún personaje grita desaforado, es aquello que llamamos la campana.

Sin embargo y pese a la inutilidad y posible complicación respiratoria, y por consiguiente muerte u hospitalización, que pueda generar este acto ridículo; si se pretende, puede hacerse llegar la lengua hasta la parte más trasera de la boca misma, sin llegar a las amígdalas, que eso ya es agua de otro cántaro. Todo consiste en un poco de persistencia, disciplina y fluidez bucal.


Buscarle utilidades a esta payasada circense no es tarea sencilla, y luego de aburridas investigaciones, se llega a la conclusión profunda de que lo más útil que se puede lograr haciendo esto, es impresionar a un niño, o provocar en sí mismo, si se llega bien a fondo, un impulso o convulsión de vómito sin necesidad de utilizar el dedo u otro artefacto, cosa que podría emplearse como gracia en una fiesta o reunión familiar: “miren todos, puedo vomitar espontáneamente en el momento en que lo decida”, asimismo podría ser divertido vomitar sobre alguien con deliberada inclemencia, o sorprender a una novia regurgitando sin previo aviso, y al finalizar decir, limpiándose con la manga del saco el borde del labio inferior, “como te pareció eso, eh?”. Más utilidad, no tiene.

La labor es sencilla pero gradual, he aquí el primer paso: parta de lo sencillo, sitúe la punta de la lengua en la parte posterior de los dientes incisivos, o sea, los de bien adelante, luego de ello empiece a recorrer con la lengua el paladar, dirigiéndola hacia la parte posterior de la boca. Aquí surge la primera disociación de practicantes del primordial acto de posar la lengua tras la campana. Es posible que al llegar atrás, lo más profundo que pueda, usted encuentre solamente una superficie rígida, como el techo duro de la boca, el paladar duro. Este es el primer tipo de practicante, incompetente y mal formado desde la cuna o el útero, pero no por ello segregable, aquellos que con su lengua solo alcanzan hasta el paladar duro. Otros, quizá la mayoría, probablemente alcancen a sentir la parte blanda y acolchonada que se ubica luego de este, el paladar blando.
 
Si usted es de los primeros, no se acongoje por cargar con una malformación congénita. Por el contrario, llénese de ímpetu y empiece a estirar la lengua hacia atrás hasta sentir la parte blanda (cabe decir, que para deslizar la lengua hacia atrás, no es necesario echar la cabeza sobre la espalda como un pichón de urraca que es alimentado por su madre). No lo vea como un reto imposible o inverosímil, no se rinda, es tal como practicar un cunnilingus en reversa y sobre una cavidad propia.
Ahora bien si usted siente ya, la parte blanda del paladar, prepárese para lograr uno de los más grandiosos logros sobrehumanos conseguidos en la historia del tiempo y los fenómenos humanoides. Ubique la punta de la lengua lo más atrás que pueda, en el sitio más recóndito que su morfología bucal le permita. Teniéndola allí cierre los labios, tenga en cuenta que los labios abiertos vertical o transversalmente le van a impedir el paso siguiente.

Paso segundo: teniendo allí atrás la lengua y los labios cerrados simule una succión bucal pero sin abrir la boca, tal como si tuviera un pitillo entre las fauces y quisiera chupar todo lo que al otro costado se encuentra, como si se hubiera atascado un trozo de carne mientras succiona su gaseosa o como si quisiera extraer del tanque de otro auto, el remanente de gasolina para derramarlo en su tanque propio. Succione sin abrir los labios, creando un vacío en la boca y con la lengua bien profunda, notará que la campana o úvula empezará a avanzar progresivamente hasta posarse ella misma casi como por obra divina, delante o encima de la lengua.
 


Es aquí donde puede usted sentir la primera convulsión de vómito, si ha comido recientemente y está en el lugar adecuado para hacer el espectáculo del vómito espontáneo, déjelo escapar, será para todos una sorprendente muestra de su versatilidad y donaire. De no ser así, siga succionando hasta que note que la campana ya no avanza más sobre la lengua y está generando un ronquido vacío, sordo y preocupante: sí, está extrayendo el aire que tiene almacenado en la laringe, y de seguir succionando podría extraer sin quererlo un alveolo, una arteria pulmonar o la vejiga en un caso extremo, es el momento de detener el segundo paso, luego de esto viene la posible complicación respiratoria.
El paso tercero y final, consiste en dar un último impulso con el músculo lingual y hacer resbalar la punta de la lengua un poco más profundo donde ya sentirá un tejido baboso y probablemente amargo o salado que es la parte posterior del velo palatino. Un poco más atrás encontrará, si su longitud lingual (o lingüística) le da licencia, las amígdalas, con llegar a ese punto, está garantizada, la efectividad inmediata del efecto de vomitar sobre otros sin mayor esfuerzo. La tarea está cumplida. De aquí en adelante la práctica es lo único que puede desenvolver el efecto con mayor fluidez. Dedíquele tiempo y constancia, dos o tres horas de práctica diaria sentado sobre el borde de la cama pueden ser suficientes para empezar en ello.

 



Mayo de 2010


lunes, 20 de junio de 2011

Inquisición contemporánea

En la mitología griega, Hesíodo, el poeta, describe el tártaro como el lugar más profundo bajo la tierra, donde moran las almas en pena: gimientes seres desgraciados y oscuros, retorciéndose de la desdicha y lanzando alaridos melancólicos y desgarradores.
Corriendo el inminente riesgo de ser criticado, y desaprobado por mitólogos, teólogos, e investigadores de las culturas antiguas y las teogonías de civilizaciones de otrora; hoy lanzaré en este texto un postulado de sencillos pero contundentes planteamientos, que rebaten decididamente la idea de que el Tártaro griego, era el lugar donde los infelices penaban condenados a gimotear eternamente, en el bullicio de sus propias desdichas.
También llamado el Hades, aquel lugar mitológico era el reino de los muertos, un río helado y putrefacto, donde los desterrados, los infieles, los pecadores y los muertos vagaban errantes padeciendo un insoportable dolor, que los obligaba a gritar incesantes y desenfrenados por el sufrimiento que albergaban. Cuentan los relatos que tan solo acercarse allí, se escuchaban las voces desgarradoras e intolerables de los malditos que aullaban sus miserias. 


En contradicción absoluta a todos los preceptos que, sin fundamentación investigativa alguna, mencionaron los griegos precipitados en su ansia de invención narrativa, sustentaré con vehemencia la tesis de que el Tártaro no se encuentra a kilómetros sumergido bajo la tierra, se encuentra ubicado a unos pocos centímetros de mi cabeza. Es suficiente con pasar una noche en mi casa para comprobarlo de cerca. 
Han inaugurado en la casa de junto, hace algunos meses, una espantosa fábrica de alaridos. Inicialmente creímos que lo que se había trasladado a la propiedad vecina, era un degüelladero de ganado, llegamos a pensar que habían instalado allí una sucursal contemporánea del antiguo matadero distrital de Bogotá, pero luego de escuchar los estridentes y desgarradores gemidos, llegamos a la conclusión de que no era un matadero de reses, los berridos eran definitivamente humanos, y estuvimos seguros por varias noches, de que aquí junto, funcionaba una guarida diabólica para la brujería y el sacrificio, o una sala de torturas clandestina. 

Las paredes retumbaban estremecidas por horrorosos gritos de dolor y llantos lastimeros que no nos dejaban más alternativa que pensar que, separados sólo por una pared, vivíamos en compañía cercana de verdugos que azotaban y mutilaban los cuerpos desgastados de prisioneros indefensos y sangrantes. Recurrentes imágenes de máquinas medievales de tortura, y aparatos retorcidos de fierro se venían a nuestras cabezas al escuchar aquellos ruidos en medio de la noche. Imaginábamos artefactos diseñados para desgarrar carne y marcar ganado con metal ardiente, imaginábamos ríos de sangre corriendo por el suelo embaldosado de la casa vecina, que en antaño fuere de la vecina Cecilita, quien se arrancaría los ojos si supiera que en su vieja casona, se estaba restituyendo la mismísima inquisición.     

Algunos días después, aterrado por un berrido pavoroso que me levantó de la cama sobresaltado, tomé impulso y a fuerza de una valentía impostada, salí a la calle en medio de la oscuridad para averiguar qué era lo que sucedía entre aquellas paredes noche tras noche. Haciendo fuerza de valor caminé unos metros hasta que frente a mis ojos se develó el misterio: “En la Ducha, KARAOKE BAR”.






Febrero de 2011.


Derecho al final caótico

Conduciendo de regreso a casa luego de ver en una sala de cine comercial, un bastante bien construido thriller de suspenso norteamericano, me quedé pensando en el manejo que una película de este tipo da al espectador y las limitaciones y vendas que le impone.
Luego de haber pagado y de haberse mantenido aferrado a la silla por noventa minutos,  sin querer desprenderse de la pantalla, y aguardando por un final consecuente con el hilo de tensión de toda la película, el desprevenido asistente es justo merecedor de un cierre acorde a las pulsiones que el filme le ha hecho sentir. La trama de la película (se puede generalizar este caso si es preciso), va de una malvada mujer que acaba con la vida de todos a su paso, la protagonista durante toda la historia ha escapado de sus perversas manos, pero  al final, ésta demoniaca asesina parece tenerla a un tiro de su lanza para enviarla a los infiernos… Estamos a la expectativa…

Tiempo atrás, vi también una película, que pretendía ser un thriller de terror donde una familia fantasmagórica ahuyentaba a unos desdichados recién llegados a una casa. Al final del filme, todo es tranquilidad y sosiego, la terrorífica energía ha sido enterrada por alguna fuerza benigna que mitiga la maldad y la erradica por completo de la cinta. 
Tristemente.
¿Es eso justo, para un espectador que ya no va a la sala de cine en busca de fantasmas traslúcidos y monstruetes babosos y vulnerables? Es evidente que no.
La cuestión que me hago, gira en torno a que la muerte, la sordidez y los elementos horrorosos e indeseables de una película deben ser explotados a cabalidad. La peli de la que hablo, la que hoy vi,  construye una estructura sólida y verosímil, maneja de manera virtuosa los recursos sonoros para la generación de expectativa, llegando incluso a lograr sobresaltos realmente atemorizantes. Al final a la antagonista se le derrama una innecesaria sarta de disparos de revólver, que no habrían sido tan desafortunados para la historia, si no concluyera con una pequeña secuencia tan apacible, agradable y melosamente decepcionante. A decir, la malvada asesina muere ahogada en una charca de agua helada luego de recibir en la cara, una contundente y precisa patada de la protagonista, que seguramente nunca estudió las disciplinas del “hap-ki-do” ni del “kick boxing”.
¿Por qué diablos no permitir a esta inmisericorde y repugnante mujerzuela, a la que al cabo de 30 minutos de transcurrido el filme la sala entera repudia, que mate a todos dentro de la historia y salga ilesa para continuar con sus andanzas?


Es justo que después de cien años de cine sea posible acceder a una película de industria que no termine en sosegado bienestar, sin tener que rebuscar en los archivos del vapuleado y despreciado cine de serie B. Ya no está la audiencia para ser tratada como una horda de norteamericanos que acuden a una película de héroes en los años 50`s. 
Cuando en la dramaturgia griega se hablaba de un héroe, se hacía referencia a un personaje con valores morales positivos que trasegaba por entre las dificultades que la vida y sus antagonistas le imponían, pero luego de un tiempo aquellos cánones fueron mejor explotados y surgió el “antihéroe”, un personaje protagónico con su integridad retorcida y sus virtudes resquebrajadas, un ser más verosímil, un ser existente en la vida cotidiana de éste cinematográfico mundo occidental.
Si tenemos un anti-héroe que transforma las situaciones del protagonista en acciones creíbles y realistas, ¿Por qué no tener algo así como un “anti-final feliz”?

En esta era de la cinematografía, las legislaciones penetran fuertemente la creación, se censuran los contenidos en la televisión y en las salas, se limitan las audiencias por fecha de nacimiento, se imponen decretos para administrar (cuestionablemente) los dineros de la boletería, y otras tantas trabas en la gestación de un filme, pero, ¿Existe acaso una ley que imponga a los guionistas, la obligación de cerrar sus películas con repugnantes finales felices? …aún no, y ojalá que ese día no llegue nunca…  

                                                                                        Agosto 26 de 2009

Sin tetas no hay cine

Diez y media de la noche. En medio del horario premium del canal RCN, en la pausa publicitaria de la telenovela de Marbelle (a la que de muy buena gana se le podría dedicar uno de esos artículos de decepción frente a la televisión colombiana), se cruzó una pauta que publicitaba la película “Sin Tetas No Hay Paraíso”. 

Retrataré de manera escueta lo que aparece en la pantalla:
Una gruesa voz en off dice con solemnidad: “¿Por qué todos los colombianos están yendo a ver la película de Sin tetas no hay paraíso?”.  Una mujer corriente (corriente por lo pobre de su comentario de espectador cotidiano) parada frente a la sala de alguno de los cinemas multiplex de Cine Colombia: “Yo vi la película y me impactó” (jump cut) “Por la escena esa de… de la operación” (jump cut) “…y por las escenas de intimidad… de la chica…” (jump cut) “…son unas escenas muy fuertes…” (corte a negro). (Letras blancas) “Sin tetas no hay paraíso, véala en su cine más cercano”.

Esto es la desventura del cine colombiano. Otrora los publicistas solían ser más discretos. Escondían hasta la proyección de la película el secreto de su único atractivo. Los espectadores salían de la sala comentando acerca de uno o dos pares de tetas, que acababan de ver en la pantalla, y ellos mismos se encargaban de difundirlo entre la muchedumbre: “…viejo Harold, pues…  es aburridísima, para qué le digo mentiras… pero como a la mitad de la película esta niña, la protagonista, se empelota ¡y eso, qué no se le ve! muestra hasta el apellido”
Así, uno a uno, los espectadores deseosos, compraban la boleta a sabiendas de que la película no tenía mayor gracia que una atractiva actriz enseñando las tetas o las nalgas a cámara.
Ahora es evidente. Ahora lo dicen sin vergüenza en los comerciales de televisión como si un Gustavo Bolívar golpeara desde adentro el cristal del televisor gritando “ven a ver mi película, pero no vengas a que te cuenten una historia, no. Ven a ver tetas”.
Hace un par de horas, a punto de entrar a ver “La Sociedad del Semáforo”, vi junto a la taquilla, un poster de “Sin tetas no hay paraíso”, encima de una fotografía en collage de todos los actores (como si no hubiera algo más estético para mostrar en un afiche) hay una frase contundente que pone: “Lo que no pudo ver en T.V.”. Esto es una bofetada contundente e irrespetuosa a los pocos espectadores que aún siguen yendo a las salas a comprar historias y narraciones.

Impotentes por la imposibilidad de mostrar tetas en televisión, tenían que encontrar una alternativa para capturar esa infinidad de televidentes que quieren ver más y están dispuestos a pagar por ello, y que además, es el grueso de la población. Estos magnates del audiovisual han explotado al más alto grado la “Novela” que alguna vez escribió Gustavo Bolívar. Y sin bastarles con las millonarias ventas en libros debidas al morbo que el narcotráfico alimenta en los colombianos, ni con la venta de los derechos de la telenovela para España, Estados Unidos y otros países, decidieron emprender la realización de una película.
El simpático librito light de putas y mafiosos llega a la pantalla grande, y se da el lujo de decir sin tapujos en televisión, que el cine nacional ya no es fotografía, ni música ni narración. El cine colombiano ahora vale, pero por sus tetas.


septiembre de 2010


  

domingo, 19 de junio de 2011

Las pequeñas pelis


Corriendo presuroso llego a la taquilla de la sala de cine, ocho minutos después de la hora anunciada para el inicio de la película en la prensa. Los compradores incautos de otras funciones pagan con calma sus boletos, mientras yo bufo aún con la frente sudorosa y la ansiedad en los ojos.  –La película siempre empieza quince minutos más tarde de la hora a la que está anunciada–   me dice desde el lado mi acompañante con una sonrisa apaciguada   –Los primeros  minutos, solo pasan los cortos–. 
Yo miro mi reloj y me empino inquieto sobre los hombros de los espectadores de la fila como queriendo depurar la espera.

Luego de haber pagado con celeridad los boletos, corro por el pasillo que me conduce a la sala dos. Al entrar en la penumbra, camino subiendo casi a tientas por las escaleras contorneadas de neón, y miro hacia atrás para no perderme un segundo de lo que hay en la pantalla.  
–Llegamos a tiempo–  me dice ella susurrando mientras el acomodador se mueve como una tortuga hacia nuestra ubicación  –la película no ha empezado, todavía están en los cortos–.  Algo se impacienta en mi interior y me apresuro a llegar al banco asignado para ponerme las gafas y sumirme en la delicia de las pequeñas pelis.
En la inmensa pantalla se ve un traficante de armas lanzarse desde la ventana de un edificio, vuela medio segundo y un estallido lanza a volar una decena de letras blancas, que con el retumbar de un sonoro trueno, se posan como aerolitos ante nuestros ojos: “Próximamente en su sala de cine más cercana”.

Sonrío en la oscuridad y me preparo para la siguiente: Logotipo de la productora sobre fondo negro. Fundido. Un par de niños corretean a la salida del colegio, uno de ellos tropieza y cae al suelo. Letras blancas: “Cuando cometes errores…”. Visión subjetiva, una mujer llorando mientras corre inclinada sobre una camilla jalada por dos enfermeros. Letras blancas: “…Debes pagar las consecuencias…”. El niño yace tumbado sobre una cama del hospital conectado por cientos de cables. Letras blancas: “…y a veces, no hay cabida para segundas oportunidades”…

Un derroche de sensaciones estalla sobre la pantalla, una tras otra y sin dar tiempo de respirar siquiera. Una decena de pequeñas películas atrapadas en cápsulas de un minuto nos suscitan todo tipo de historias.  Los tráilers cinematográficos son el cine atrapado en inyecciones encargadas de insuflar de expectativa, a quien se entrega al designio de la gran pantalla. Los componentes de más fuerte emoción que crean una sustancia concentrada y emocionante para la cabeza, un detonador de ansiedades cinematográficas.
En los últimos años, sometido al ineluctable síndrome de la tardanza, he llegado retrasado a una infinidad de funciones, a las que entro agitado y ansioso, para notar con tristeza que hace algunos minutos, ha iniciado inclusive la proyección del largometraje anunciado en cartelera. Lo difícil de todo ello, es asumir que nuevamente he llegado tarde a la proyección de pequeñas historias que suscitan sensaciones y provocan la imaginación, y que además de ello, son en algunos casos, justamente lo que más deseo saborear de la función.
Están encargadas estas pequeñas pelis, a las que llaman equivocadamente “los cortos”, de agarrar al espectador por los ojos y los oídos, y en el mejor de los casos, no liberarlo hasta llevarlo arrastrado a la sala de cine a ver la película completa. Ver los tráilers cinematográficos es mucho más que ver un catálogo de productos en el que tenemos que seleccionar a cuál asistir y a cuál no. En realidad su creación consiste en un arte de suma delicadeza y microscópico detalle. Cada sonido, cada plano de duración de fragmentos de segundo, cada palabra, cada texto sobre la pantalla, cada movimiento abrupto o sosegado de la cámara, es un componente químico de trascendental efecto; igual que en la alquimia del cine, dado que estos bocados de historia, son también cine pero en menor escala temporal.     
Cuando se enfrenta uno a un tráiler, existen dos únicos rumbos: Ser atrapado por sus imágenes y sonidos, o desistir de antemano de la idea de ver alguna película de futuro estreno. Cuando uno es encantado por el tráiler, tiene su destino también dos rumbos: Asistir ansioso a ver la película que hemos visto sintetizada en aquella función, o por alguna razón circunstancial perdérsela y quedarse con las ganas golpeándole el estómago desde adentro. Ahora bien, cuando logramos ver la película cuyo tráiler nos ha enganchado, tenemos también dos alternativas: Salimos extasiados por la obra excelsa que la pequeña peli nos anticipó, o sufrimos una de las decepciones que en mi caso, es de las más fuertes en la vida, una película cuyo tráiler era un fatuo engaño.

Sí, algunos engañosos tráilers se mezclan entre los de películas excelentes, y nos muestran un universo fingido y encantador, que logra engancharnos con tal fuerza que nos catapulta a la sala de cine el día del estreno, para notar que lo que vemos en la película completa, es un asunto desfigurado y distante del tráiler que nos enamoró; tal como si el tráiler fuese la obra original, y el largometraje una segunda versión insulsa e incompleta.
Demos en estos casos el crédito al tráiler y asumámoslo como una obra unitaria, porque en muchas ocasiones, los creadores de tráilers son realizadores contratados única y exclusivamente para la creación de esta pequeña pieza de expectativa. Puede suceder, claro, que la película sea un bodrio esperpéntico e insoportable, y que el último día edición, el director en la sala de montaje diga rascándose la cabeza “Esta película es deplorable, ¿qué hacemos?”. La única alternativa, señor director venido a menos, es generar un tráiler de exquisito placer narrativo y magistral estructura; pagar a los exhibidores para que lo muestren en las principales salas, y que el público que lo vea quede extasiado y agote la boletería de las primeras funciones, ojalá muy pronto, antes de que los primeros espectadores y la crítica, revelen que en realidad esta película, es su tráiler y nada más.
Tan delicada y exquisita es esta pieza de minuciosa manufactura, que existen festivales exclusivamente para la proyección de tráilers cinematográficos, y es tan delicioso el minuto en que desborda sensaciones, que en algunos casos se realizan tráilers sin que la película completa exista en realidad. A veces ni siquiera es necesaria.
Si se llega a tiempo a la sala de cine, y se es testigo de una infame película de pésima calidad, haber presenciado unos buenos tráilers durante quince minutos, puede ser un merecido y muy satisfactorio premio de consolación.   



                                                             Septiembre de 2010