martes, 19 de julio de 2011

Infusiones


Sobre la nevera, en el lugar que alguna vez ocupaban tres tímidas frutas sobre un plato pando, ahora reposaba un pajarraco disecado de mirada penetrante, no era un halcón ni un búho, más bien era un pichón de palomo despelucado y triste que Martina había adquirido en una casa de subastas del centro. Justo encima de la estufa, una repisa magenta sostenía cuatro grandes trofeos de culinaria,  y un jarrón con varios cartuchos que llegaban hasta el techo y se encorvaban como gigantes en una casa liliputiense. De alguna manera, quizá con papel de colgadura, el horno microondas había sido forrado en flores rojas y racimos de uvas que no eran violetas ni verdes, parecían marrones y hacían una horripilante combinación con el fondo azul celeste.

Martina era una mujer casera que había dedicado su vida a aprender cientos de recetas y mejunjes deliciosos que atraían a las gentes del barrio y a decenas de amigos, que frecuentaban la casa en busca de placeres y exquisiteces. En la sala, junto al comedor, explayado en un sofá frente al televisor, se echaba Nicolás, su marido. Era un tipejo gordo de deleite – Si, tal vez tengo algunos kilos de más, pero he disfrutado a plenitud cada uno de los centímetros de mi cinturón– solía decir entre risas.
Los comensales se sentaban en la mesa del comedor y charlaban largamente mientras Martina hacía su alquimia, el viejo Nicolás era un hombre bonachón y alegre que entretenía a quienes venían de visita, mientras esperaban los platillos, ansiosos y con las bocas ensalivadas.

Al cabo de algunos años de recetas y delicias, Nicolás se había convertido en el héroe de la simpatía entre quienes iban a comer allí, Martina había quedado relegada a ser la mujer de Nicolás, una señora que tenía la sazón particular que acompañaba los agradables ratos de coloquio con su esposo. Todos comentaban en las calles, que Nicolás, el simpático viejo de la calle del granero, tenía una mujer que cocinaba como los dioses.
Una de esas noches en febrero, Martina se hartó de la situación, su propio marido le estaba robando el protagonismo a sus sabores, a la larga, era por ellos que las gentes visitaban la casa con tanta frecuencia. Furtivamente se levantó de la cama mientras Nicolás roncaba tumbado de costado dando la espalda a la puerta, caminó en silencio sobre la baldosa fría y se lanzó de inmediato a la caza del sofá de la sala. Con las mismas manos regordetas que usaba para romper yucas o rasgar la carne del cerdo, apresó los dos brazos del sofá como a las alas de un faisán y lo izó en el aire hasta la cocina, arrumó en una esquina la mesita de picar, la alacena de madera y la lavadora, para dejar un gran espacio al sofá y al televisor, puso los brazos en jarras y miró con el ceño fruncido.

Poco antes del amanecer había puesto en la pared del fondo de la cocina tres réplicas de pinturas renacentistas que tenía guardadas en el desván, había puesto el cobertor de la cama sobre la mesa de la cocina, había arrastrado hasta allí el pesado gato de bronce que adornaba la sala, entapetado el suelo de baldosín con la alfombra del pasillo, en la puerta de la nevera ya no habían imancitos en forma de molinillos y cucharas, ahora colgaba imponente un Jesucristo de porcelana con pintura dorada en la corona de espinas, junto a la ventana colgó un reloj de cucú hecho de madera lacada al que no le cerraban las puertitas y dejaba asomar un pico retorcido, puso velitas por todos lados y colgó en el marco de la puerta, unas campanitas escandalosas que anunciaban la entrada de cualquier visitante de la cocina reforzada, en cada rincón que se mirara, destellaba alguna estatuilla o adornete barato. Antes de acostarse de nuevo, tendió de una esquina a la otra de la cocina, un chinchorro de colores para aprovechar el espacio aéreo y aumentar el aforo de asistentes, resopló satisfecha y se fue a dormir.    

La mañana siguiente fue extraña, los visitantes llegaron antes del medio día y al no ver al viejo Nicolás sentado frente al televisor, caminaron hasta la cocina sin preguntar. Allí los esperaba Martina, más bonita que siempre, con vasos llenos de vino, música de Vivaldi  y olor a especias y pollo sofrito por todo el lugar. Unos se sentaron en el suelo, sobre la alfombra mullida, otros en el chinchorro, el enorme sofá tapizado en terciopelo rojo ocupaba un espacio privilegiado, pues desde allí se veía el cielo de tarde empañado por los vapores de la olla que expelía fragancias provocadoras. Luego de hastiarse, todos durmieron la siesta con los labios engrasados y el sabor a cebolla rondando aún los paladares, pues Martina, previendo la situación, había jalado con dificultad la cama grande de espaldar barroco hasta un rincón que había quedado disponible en la cocina.

A las seis de la tarde, Nicolás se marchó sin despedirse con una maleta en cada mano.
Leticia, la señora de los inciensos, contó después de un tiempo, que llevaba varios días durmiendo sentado en una sillita en la cocina de Feliciano, su amigo de borracheras.     



Octubre 20, 2009

lunes, 11 de julio de 2011

Apología del cine Gore (Balada Triste de Trompeta – Alex de la Iglesia)

Hace pocos días llegó a la cinemateca distrital una copia para miembros de la academia, del último filme de Alex de la Iglesia. Con una función sin mayor parafernalia, se estrenó para Bogotá “Balada Triste de Trompeta”, una película que encierra como de costumbre en sus filmes, los personajes de carácter retorcido, desequilibrado y enfermo del director español.

Es inevitable hacer una reminiscencia de su película “Muertos de Risa” de 1999 en la que emplea un esquema semejante: El contraste de dos personajes que parecerían ser cándidos y joviales, con la podredumbre de la violencia que encierran los hombres trastornados por el amor, la codicia o la envidia. En el film de 1999 encontramos a dos comediantes que resultan por matarse en un delirio de egoísmo y deseo de fama y reconocimiento. Balada triste de trompeta nos deja ver un payaso apocado que desorientado en el mundo del circo, se enamora de la bella bailarina y se confronta a su compañero de escena, un payaso inmisericorde y amoral que hará lo que sea preciso para no perder el amor y el cuerpo escultural de aquella bailarina, su novia de turno (Carolina Bang).

Ambientada en la guerra civil española, la historia recurre a un elemento que me recuerda a Tarantino en su más reciente film: Franco, el gran dictador, hace su aparición y se encuentra con el protagonista en una secuencia que despide no menos sangre que el resto de la película, tal como Tarantino lo hiciera asesinando a Hitler en una función de cine en "Inglorious Basterds".

Balada Triste de Trompeta reutiliza un esquema que surtió excelente efecto en “La Comunidad” del mismo director, un grupo de personajes oscuros confinados en el mismo espacio (el edificio en la primera, ahora el circo) y uno de ellos que escapa buscando su fin único (Carmen Maura roba el dinero en la primera, ahora Carlos Areces rapta una mujer) huyendo hacia una zona alta que da la impresión de redención: el infeliz payaso perdido en su locura de amor, escapa con la bailarina hacia una torre luego de haber pasado por los subterfugios y cloacas más oscuras de Madrid, como un personaje que renace y asciende luego de haber visitado el fondo de su propia locura.
Presenciamos una lucha fatal en lo alto de una torre que desemboca en una caída estrepitosa recordándonos a Carmen Maura y Terele Pávez en el desenlace de “La Comunidad”. 

Enloquecido por el amor de una mujer que parece estar jugando con su corazón, el payaso pierde el control y cae en un abismo psicópata que lo lleva a asesinar a cualquiera que se cruce en su camino. Es aquí donde no solo el personaje, sino también la película pierde su equilibrio.

Ésta película es sin duda la que compendia los personajes más retorcidos, sórdidos y enfermos de la cinematografía De la Iglesia, meritorio, está bien, a la larga igual que en sus historias, este hombre quiere llevarlo todo al extremo, y nunca está de más un poco de ultra-violencia cuando se quiere escandalizar, pero los borbotones de espesa sangre de utilería llegan a ser desmedidos y eventualmente gratuitos dentro de esta última entrega.
Tenemos un payaso tímido que ha vivido una infancia difícil (parece un recurso manido para poder llevar a los personajes a la locura sin dar mayores justificaciones), pero repentinamente todo se torna en una seguidilla de mutilaciones y abaleos que, de no ser porque el público asistente sabe a lo que se va a enfrentar, causaría un escape masivo de la sala de cine. No quedaron por fuera algunos elementos gratuitos que hacen más fácil el tratamiento y hacen pensar que la película se escribió con un poco de prisa luego de haber pasado dos largos años desde “Los crímenes de Oxford”, su penúltima película que también había dejado algo que desear, para aquellos que buscaban un cine que había adquirido ya una estética contundente y propia.

Estando aún lejos de “La comunidad” y “El día de la bestia”, las dos más grandes joyas cinematográficas del director español, este último filme no decepciona, pese a tener bastantes cosas muy interesantes que se quedaron a la mitad del camino, y un sinnúmero de ríos de sangre que rebasaron el final del camino.     


Julio 12 de 2011

Tráiler:
http://www.youtube.com/watch?v=Ura85FQoUl4

viernes, 8 de julio de 2011

Difusas e infundadas concepciones sobre la muerte. (El panteón de la espera fatal)

Algunos preceptos;

Hay tantas muertes como vivos hay sobre la tierra.
Es evidente que una sola muerte cuyo paradigma se ve a la derecha, no da abasto para acarrear con la inmensa labor de correr de un lado a otro del planeta cercenando cabezas con la oxidada hoz, soplando aires funestos sobre los desahuciados, o posándose silenciosa junto a la puerta de aquellos cuyo fin está cerca para esperar el momento preciso en que ha de lanzar el zarpazo. De ser así, ¿qué pasaría cuando dos infelices tienen que morir a la vez?
La Moira no puede estar en dos lugares al mismo tiempo.

Ó creemos en la física y la ciencia espacio-temporal, ó creemos en las ridiculeces omnipresentes que se inventaron los cristianos muertos del miedo en la edad media. Doy más crédito a la primera, así que si alguien agoniza y alguien está siendo fusilado simultáneamente, recurrimos a la premisa científica de que:
"Un cuerpo no puede estar en dos espacios al mismo tiempo sin fragmentarse”

Entonces, la muerte no puede posarse en dos cabeceras sin bipartirse o en tres sin tripartirse. 

Para poder estar en varios lugares, la muerte tendría que dividirse en millones de muertecitas pequeñísimas, pero en tal caso, esas pequeñas muertes no serían lo suficientemente grandes y fuertes para combatir con los vivos que, bien sea dicho, cuando agonizan los muy miserables, se aferran a la vida como si fuese un tesoro, luego de años de haberla vilipendiado; en vez de liberar músculos, esfínteres y cargos de conciencia para entregarse al viaje aquel del que tanto hablan y nadie ha podido describir mejor, que con un insulso y manido túnel con una luz al fondo, que sabemos claramente que es la luz de la lamparita en el quirófano, mezclada con el efecto narcótico de la anestesia, la adrenalina, o la misma droga de baja calidad que malamente han ingerido desaforados en alguna cloaca urbana para llegar hasta allí.
¿O, acaso por qué los desgraciados que agonizan en la podredumbre de su habitación húmeda, oscura y maloliente nunca ven la dichosa luz blanca?


…Y patalean y rasguñan con dientes y garras los repugnantes mortales tanto, que las miles de pequeñas muertecitas, perecerían en la batalla y el negocio de la vida y la muerte se convertiría en un gasto innecesario de pequeñas muertes y un inmenso cúmulo de hombres rabiosos, enfermos y sanguinolentos (además de inmortales) que tratarían sin cesar de matarse unos a otros infructuosamente, pudriéndose sobre la tierra y derramando sangre y vísceras que causarían en el mundo entero un hedor insoportable para la existencia, inclusive de las pequeñas muertecitas.
Para evitar tal catástrofe cósmica, se emplea un mejor esquema mortal, que consiste en millones y millones de muertes completas, que aguardan en una inmensa sala de espera hasta que llega el momento de salir en busca de una víctima determinada para cegar su vida y luego de ello, disfrutar de la vida eterna.
Es un sencillo proceso cíclico e infalible en que cada persona que muere, tiene que encargarse de matar a uno más, tal como un servicio social que se presta al universo, antes de ir a vagar por el mundo y por el tiempo haciendo de las suyas como fantasma o alma en pena.  Cada infeliz mortal cuando muere, va directamente a reemplazar a la muerte que lo ha matado y se sienta a esperar cuál será el mortal cuya vida le corresponde cegar.

Tenemos pues, que hay millares de muertos aguardando ansiosamente que el mundo en decadencia estalle en guerras y pandemias, para ser enviadas con prontitud a cumplir con su defunción designada, salir de allí y lanzarse por fin a la concupiscencia de los muertos.



Cada muerte, claro está, mata en su especialidad, dado que los infames hombres se matan tanto, que cada uno conoce a precisión al menos una o dos formas de matar a sus congéneres. Esto hace, por consecuencia, que aquellos que conocen más formas de matar, sean aquellos que antes salgan a disfrutar las delicias de la eternidad, y aquellos que adolecen de experiencia en las artes matatorias tarden larguísimos períodos esperando el momento de salir de allí.
Tal como el espacio terrenal es finito, el espacio de los muertos lo es también, y la inmensa plaga de humanos matándose y matándose genera un hacinamiento de muertos en aquella sala, que se hace más y más crítico a medida que más y más muertos envía allí el putrefacto mundo humano, y haciendo honor a su pasado y su instinto, las muertes allí tratan de matarse unas a otras para desocupar espacio y moverse con libertad, o para hacerse a una buena silla, pues no saben cuánto tiempo han de esperar allí.


De unos siglos para acá, las cosas han estado muy difíciles para los muertos que van al panteón de la espera fatal: los mejores asesinos o los más conocedores de las técnicas de matar gentes, salen más rápido de allí; pero aquellos que no saben, mutilar, acuchillar, envenenar, degollar, ahorcar, asfixiar o alguna técnica que se les asemeje, tardarán décadas o siglos esperando en aquella sala llena de muertos, que además de todo (por su misma condición de muertos) son feos.


 ...Se exhorta a los vivos, a entrenarse en las técnicas del asesinato, para estar capacitados a la hora de llegar al panteón de la espera fatal, con el fin de salir pronto de allí, y disfrutar de las verdaderas delicias de la muerte.








Mayo de 2011

Uno a Cien

– Por estar viendo películas, ya no piensas en mí…–

– Sí pienso en ti –

– ¿Ah, Sí? … De uno a cien ¿cuanto me quieres? –

...

– …Cine.–









                           Octubre 2009