Sobre la nevera, en el lugar que alguna vez ocupaban tres tímidas frutas sobre un plato pando, ahora reposaba un pajarraco disecado de mirada penetrante, no era un halcón ni un búho, más bien era un pichón de palomo despelucado y triste que Martina había adquirido en una casa de subastas del centro. Justo encima de la estufa, una repisa magenta sostenía cuatro grandes trofeos de culinaria, y un jarrón con varios cartuchos que llegaban hasta el techo y se encorvaban como gigantes en una casa liliputiense. De alguna manera, quizá con papel de colgadura, el horno microondas había sido forrado en flores rojas y racimos de uvas que no eran violetas ni verdes, parecían marrones y hacían una horripilante combinación con el fondo azul celeste.
Martina era una mujer casera que había dedicado su vida a aprender cientos de recetas y mejunjes deliciosos que atraían a las gentes del barrio y a decenas de amigos, que frecuentaban la casa en busca de placeres y exquisiteces. En la sala, junto al comedor, explayado en un sofá frente al televisor, se echaba Nicolás, su marido. Era un tipejo gordo de deleite – Si, tal vez tengo algunos kilos de más, pero he disfrutado a plenitud cada uno de los centímetros de mi cinturón– solía decir entre risas.
Los comensales se sentaban en la mesa del comedor y charlaban largamente mientras Martina hacía su alquimia, el viejo Nicolás era un hombre bonachón y alegre que entretenía a quienes venían de visita, mientras esperaban los platillos, ansiosos y con las bocas ensalivadas.
Al cabo de algunos años de recetas y delicias, Nicolás se había convertido en el héroe de la simpatía entre quienes iban a comer allí, Martina había quedado relegada a ser la mujer de Nicolás, una señora que tenía la sazón particular que acompañaba los agradables ratos de coloquio con su esposo. Todos comentaban en las calles, que Nicolás, el simpático viejo de la calle del granero, tenía una mujer que cocinaba como los dioses.
Una de esas noches en febrero, Martina se hartó de la situación, su propio marido le estaba robando el protagonismo a sus sabores, a la larga, era por ellos que las gentes visitaban la casa con tanta frecuencia. Furtivamente se levantó de la cama mientras Nicolás roncaba tumbado de costado dando la espalda a la puerta, caminó en silencio sobre la baldosa fría y se lanzó de inmediato a la caza del sofá de la sala. Con las mismas manos regordetas que usaba para romper yucas o rasgar la carne del cerdo, apresó los dos brazos del sofá como a las alas de un faisán y lo izó en el aire hasta la cocina, arrumó en una esquina la mesita de picar, la alacena de madera y la lavadora, para dejar un gran espacio al sofá y al televisor, puso los brazos en jarras y miró con el ceño fruncido.
Poco antes del amanecer había puesto en la pared del fondo de la cocina tres réplicas de pinturas renacentistas que tenía guardadas en el desván, había puesto el cobertor de la cama sobre la mesa de la cocina, había arrastrado hasta allí el pesado gato de bronce que adornaba la sala, entapetado el suelo de baldosín con la alfombra del pasillo, en la puerta de la nevera ya no habían imancitos en forma de molinillos y cucharas, ahora colgaba imponente un Jesucristo de porcelana con pintura dorada en la corona de espinas, junto a la ventana colgó un reloj de cucú hecho de madera lacada al que no le cerraban las puertitas y dejaba asomar un pico retorcido, puso velitas por todos lados y colgó en el marco de la puerta, unas campanitas escandalosas que anunciaban la entrada de cualquier visitante de la cocina reforzada, en cada rincón que se mirara, destellaba alguna estatuilla o adornete barato. Antes de acostarse de nuevo, tendió de una esquina a la otra de la cocina, un chinchorro de colores para aprovechar el espacio aéreo y aumentar el aforo de asistentes, resopló satisfecha y se fue a dormir.
La mañana siguiente fue extraña, los visitantes llegaron antes del medio día y al no ver al viejo Nicolás sentado frente al televisor, caminaron hasta la cocina sin preguntar. Allí los esperaba Martina, más bonita que siempre, con vasos llenos de vino, música de Vivaldi y olor a especias y pollo sofrito por todo el lugar. Unos se sentaron en el suelo, sobre la alfombra mullida, otros en el chinchorro, el enorme sofá tapizado en terciopelo rojo ocupaba un espacio privilegiado, pues desde allí se veía el cielo de tarde empañado por los vapores de la olla que expelía fragancias provocadoras. Luego de hastiarse, todos durmieron la siesta con los labios engrasados y el sabor a cebolla rondando aún los paladares, pues Martina, previendo la situación, había jalado con dificultad la cama grande de espaldar barroco hasta un rincón que había quedado disponible en la cocina.
A las seis de la tarde, Nicolás se marchó sin despedirse con una maleta en cada mano.
Leticia, la señora de los inciensos, contó después de un tiempo, que llevaba varios días durmiendo sentado en una sillita en la cocina de Feliciano, su amigo de borracheras.
Octubre 20, 2009