viernes, 14 de septiembre de 2018

Un sapo en el reino

Una princesa encontró un sapo en los alrededores del castillo.
Era baboso y amarillento.
Lo miró un momento mientras pensaba en besarlo.

Sin embargo, para evitar el riesgo de perder su reino, prefirió sentarse a su lado y solamente conversar un buen rato de padre a hija.

martes, 11 de septiembre de 2018

Cómo me gusta Lucía

Lucía me gusta, aunque es un poco calavérica.
Tiene los ojos sumidos en las cuencas
y la carraca salida.
Y yo con esta diarrea no puedo pensar bien.
Pero me gusta Lucía.

Hay unos segundos cuando despierto junto a Lucía,
en que no se muy bien si es Lucía
o es la muerte que me vino a jalar las patas.
Y esta diarrea no me deja volver a pegar el ojo.














Ayer Lucía lucía una chaqueta de jean
muy rota en el hombro izquierdo,
y se le veía la clavícula.
Yo le dije que parecía un esqueleto
y Lucía lloró amargamente durante más de cinco horas
mojándome de lágrimas y mocos todo mi rojo pantalón.

Después lo colgué, lo dejé secando al sol
y me fui a hacerle el amor a Lucía.
Mientras la sujetaba por los huesos prominentes de la cadera
pensé en cuánto me gusta hacerle el amor a Lucía,
aunque es muy calavérica.

Tiene los ojos sumidos en las cuencas
y la carraca salida.


Ilustraciones: Gerrel Saunders













jueves, 28 de diciembre de 2017

Un piano sobre mi cabeza

Mi vida ha sido buena, no ha sido fácil, pero tampoco ha sido una vida realmente tormentosa. Si muero mañana estén tranquilos que he vivido bien. He tenido algunos afanes en el amor, sí, profundos; pero no he vivido una vida de mártir. El amor me ha dado grandes alegrías y placeres en medio de todo. 

Ha estado bien mi cuerpo, moreno y fuerte, salió de buena calidad en general y no me ha dado mayores contratiempos fuera de un par de crisis asmáticas en la infancia temprana. Hay una mujer que amo y que me ama. He dado con grandes amigos y me he sentido querido a lo largo de los años, mi familia ha estado unida y no ha soportado tragedias infernales. Mis padres y yo seguimos juntos y amándonos en nuestra particular manera, para siempre. La economía, aunque inestable como sucede en la clase media emergente teusaquilluna, se ha portado de manera afable. He podido visitar muchos lugares en Colombia, cerca de 63 entre ciudades y municipios, conocí varios países, más de los que habría imaginado, 12 para ser preciso, en tres continentes. Algunos de ellos viviendo el amor y otros tantos de la mano de la música y mis amigos, ¿qué más podría pedir?

Además de Bogotá, estudié en Medellín y Buenos Aires, dos ciudades de las que quedé eternamente enamorado y que me dejaron amigos y recuerdos. Los proyectos y el trabajo, aunque aún no son plenitud absoluta, pues el artista nunca termina de alcanzar su próxima meta cuando es ambicioso, me han dejado crear cierta obra profesional, estudiar algunas disciplinas y percibir unos centavos que he invertido en nutrir mi equipo de trabajo, viajar por el mundo, pagar un par de facturas y compartir con aquellos que quiero. Tuve una banda de rock y toqué música en Francia frente a 8.000 espectadores, salí varias veces en televisión, gané un concurso nacional de cuento frente a 39.000 participantes, tuve cerca de 300 alumnos con los que produjimos unos 28 cortometrajes, escribí varias reseñas en una revista de cine, rodé un videoclip en China, amé varias veces y escuché muchas canciones de rock, de música tropical, de salsa. He vivido el día en las ciudades haciendo fotografías, nadando en el mar o en las piscinas, corriendo por la calle o dictando clases temprano en la mañana, y he vivido la noche deambulando por los andenes, editando videos, bebiendo unas copas con amigos y bailando salsa en cualquier antro de cualquier ciudad hasta que amanece y salgo a quemar las últimas gotas de energía que me quedan. Dibujé, tuve sexo, comí delicias culinarias. Hice cuatro aretes y un tatuaje en mi cuerpo. He ido a ciertos límites y he regresado a salvo. 

Esto no es la carta de un suicida ni muchísimo menos, hoy me queda el 62% de la vida según mis planes, pero si tal como en las películas, me cae un piano o una vaca repentinamente sobre la cabeza, quédense tranquilos que la pasé muy bien. 

Diciembre 28 de 2017.

Amazona, valiente madreselva

Amazona, de Clare Weiskopf, es la historia de una mujer sumergida en la selva por convicción, y de una hija que viaja a ella para entender por qué se marchó hace años, dejándola sola en la cruda ciudad. 

Aunque parece un personaje de fantasía, Val es una mujer real que tiene 80 años y el pelo blanco y largo, vive solitaria en medio de la amazonía tupida, le habla cariñosamente a su gallina ponedora y cocina a la leña lo que la selva le ofrece cada día.
Hace tiempo que en Colombia debemos desprendernos de la idea de que los documentales tratan temas sin intensidad: el personaje de Val se presenta conduciendo moto, atrevida, vieja y segura de sus movimientos, Valerie Meikle está convencida de aquello que hace y dice, se le ve en la piel. La conocemos cantando una canción de gitanos en medio de la selva y así empezamos a construir un personaje tan sensible como fuerte; tan cariñoso como decidido.

 

IR Y VOLVER

Por allá en el año 60, Val llegó a Colombia desde su natal Inglaterra enamorada de Alberto Guarnizo, un abogado colombiano, y se instaló en Armero. En ese lugar y en medio de una vida cómoda, con servidumbre y club campestre para los fines de semana, tuvo sus dos primeras hijas, Carolina y Liliana. Quizá fue allí donde empezó a sentir que el disfraz de dama elegante le tallaba en su cuerpo ansioso de caminos. Después de un tiempo se separó de Alberto en una época en que las mujeres no podían abandonar a quien ya no amaban, y regresó a Inglaterra donde conoció en una comuna hippie a Jim Weiskopf, un gringo del que se enamoró nuevamente. Con él regresó a Colombia para vivir en una casita de campo sin luz ni agua en Pandi, Cundinamarca, junto a sus dos últimos hijos, Diego y Clare Weiskopf. Esa misma Clare es la que cuenta esta historia.
Desde el principio Clare, con su propia voz narrando en off, revela su necesidad y lo que persigue al viajar constantemente a visitar a esa mujer de pelo blanco en medio de la manigua: terminar su película. Sin embargo, lo que hace es aclarar las inquietudes que su infancia nómada y su adolescencia casi huérfana le tejieron por dentro. La voz de Clare hace preguntas, su madre en pantalla responde mientras prepara una sopa en la rústica cocineta de su casa, en una reserva natural a las afueras de Leticia.

COMO EN LOS RECUERDOS

Esta historia se parece a la mente, viene y va buscando y encontrando. Está contada entre la selva, Londres, el pasado, Bogotá, el presente, el río. Tiene zonas difusas, elementos olvidados y claridades innegables. Aquí encontramos fotografías de antes, registro audiovisual de ahora, recortes de archivo, episodios y momentos diferentes. Las texturas de la imagen en ciertos documentales son como los recuerdos, un montón de fragmentos heterogéneos recogidos de todas partes; materiales de diferentes proveniencias que se juntan para formar memoria.
Clare, que ha ganado dos veces el premio nacional de periodismo Simón Bolívar, venía de hacer documentales televisivos, mirando su entorno, contando historias profundas acerca de otros. Pero mirar hacia el interior le resulta más complejo, contarse a sí misma, a su infancia y a sus dolores es como un parto espiritual que acompaña un parto carnal, el de su propia hija.


Amazona ganó el premio del público en el FICCI 57, donde hizo parte de la competencia oficial documental y de la de cine colombiano. También fue la película inaugural del festival DocsBarcelona 2017.



LODO

Vino de la nada. Aquello que catapultó a Val hacia el viaje de su vida, yacía oculto dentro de una montaña. El drama llega crudo como la lluvia, inesperado y sin anunciarse. Como el horror o la muerte, un volcán sepultó Armero llevándose a su hija Carolina para siempre. A partir de entonces, Val decidió sumergirse en la selva para entenderse y superar el dolor en compañía de la misma naturaleza que le arrebató lo que más quería; como queriendo reconciliarse con ella. Este es el detonante real en el guion de esta historia que parece construida para un film de aventuras. La pequeña Clare quedó entonces en Bogotá bajo la custodia de su padre, con 11 años y el hueco de una madre que por razones aún incomprensibles para ella, decidió navegar el río Putumayo selva adentro y sin sus hijos. “Cuando cerramos la puerta a lo desconocido, a lo inesperado, al riesgo; asfixiamos nuestra vida”.
Amazona es una película llena de sutilezas, de detalles poéticos que nutren la narración: el ronroneo de un gato, el vuelo de las mariposas, el sonido de los pajarracos distantes entre las copas. La costura está siempre presente, Valerie ha viajado por el mundo haciendo pulseras, tejiendo y vendiendo artesanías. Y ahora, cuando Clare está embarazada, le regala un saco tejido para su hija.

MADRESELVA


“¿Mamá, por qué siempre estamos viajando?”, pregunta Clare. “Seré feliz en el lugar donde aún no estoy”, le responde su madre.
Cuando Valerie llegó a Colombia acompañada de Jim y sus dos pequeños hijos, viajaban por Colombia como nómadas viviendo de un lado a otro sin establecer un centro. Con AmazonaClare reclama a su madre ese centro que no tuvo, y se pregunta si debe darle un centro espacial a la hija que espera mientras filma su documental. Vemos entonces, como sobre la pantalla se libra una pugna entre la libertad para vivir la vida y la responsabilidad al tener hijos. Val, sin pensarlo dos veces, escogió su libertad.
No estamos habituados siquiera, a imaginar que una madre sea capaz de desprenderse de sus pequeños para buscar aquello que anhela, ni siquiera lo pensamos, y es por eso que Val se nos hace un personaje incomprensible, extraño y místico. Me permito jugar con las palabras y encontrar un par de configuraciones que no encuentro arbitrarias: Val es una madre sumergida en la selva. Val es valiente y es madreselva que protege desde la distancia. En silencio.

CULPAS NATURALES

¿Se deben abandonar los sueños propios cuando se es mamá? ¿Vivir una buena vida es encontrar la satisfacción propia, o sacrificarse por los demás? A Val se le cuestiona por los errores cometidos, se le reprocha no haber esperado que sus hijos crecieran antes de marcharse, ella se defiende y otorga a la vida la justificación de ciertas culpas naturales. Diego, el menor de sus hijos, se revela a la cámara en el clímax de la película. Tras la partida de su madre, Diego se hundió en sí mismo y en experiencias dolorosas que aún tienen eco en el presente. Con su cine Clare indaga a su madre, busca una redención para ella y su hermano menor, se sintieron solos y vieron egoísmo en el comportamiento de Valerie. El relato de Diego resulta estremecedor, responsabiliza a su madre indirectamente y la crisis se muestra amenazante con el pasar de los minutos. Todo eso es un mérito del guion, del montaje, de la construcción de un relato, de saber contar una historia.
Hallé, en mi lectura, una linda metáfora dentro de la película: tras el parto de una gata, Valerie entrega uno de los cachorros recién nacidos a las fauces de una serpiente. Es un acto tan cruel y natural como la selva misma.
Amazona es el honesto y valiente viaje de una mujer que nos pone frente a nosotros mismos, nos hace preguntarnos qué pensamos del amor maternal, del valor del sacrificio y de la importancia de los sueños personales. Es una película importante que cuenta una historia conmovedora y dura.

“El vicio de escoger siempre lo seguro ahoga nuestra vida y es un insulto a nuestra energía vital, que se renueva cada vez que confiamos en ella, que asumimos un riesgo”

Curiosidades:

  • En medio del rodaje en el río Putumayo, Clare y Nicolás (su productor, director de fotografía y esposo) estuvieron a punto de ahogarse, la lancha bus en la que se transportaban se hundió mientras se dirigían a casa de Val.
  • Cuando Val a sus 21 años contó que se iba a Colombia a vivir el amor, sus amigos se burlaban de ella diciéndole que se iba a perder en la selva y que su esposo se colgaba de las lianas para llegar a la oficina.
  • Durante su viaje por el río en 1993, Val escribió el libro “Hacia el corazón del Amazonas”, en su juventud fue cantante y alcanzó a grabar un álbum discográfico.

domingo, 5 de noviembre de 2017

Edelmira Calvacci

El motor dejó de bramar de un momento a otro y la lancha se detuvo en medio del río. Edelmira Calvacci levantó la mirada hacia el barquero. Sintió una gota de sudor llegar hasta su ceja, descolgándose despacio, haciendo su camino. El barquero la miró también, intuyó una palabra que quería salir de la boca de Edelmira pero que se quedó en la punta de los labios. Habían transcurrido tres horas de viaje cortando el aire denso y caliente de esa tarde, tres horas oyendo el motor rugir despesperado, y tres horas en las que la imagen de Fidel no se desprendió de su cabeza. Edelmira sintió como si el sol y la humedad hubieran creado sobre su cuerpo una coraza pegajosa que le impedía moverse. El barquero se sentó y encendió medio cigarrillo. Tenía las gruesas manos cubiertas de callos, el pecho rojo y sudoroso, y el semblante sereno de quien ya cumplió su tarea.

Había unos cien metros de agua marrón a cada lado de la lancha, y en la rivera espesos arbustos y manglar impenetrable. El rastro más cercano de civilización se había quedado atrás hacía dos horas. Las cejas despelucadas del barquero se levantaron en medio del silencio como pidiendo una respuesta. Edelmira lo miró un momento y luego llevó la mano a su bolsillo para encontrar temblorosa lo único que allí había: dos billetes de cincuenta mil pesos tan húmedos como su ropa. Lo que en Edelmira antes era inquietud, ahora se transformaba en angustia. Estiró la mano y el barquero recibió los billetes, con desdén los arrugó y los hundió en el bolsillo de su camisa sudada, de allí mismo sacó una hoja doblada en cuatro, la desdobló y señaló con el dedo.
—Ya llegamos— dijo sin dejar caer el cigarrillo de sus labios cuarteados.

Como cuando acariciaba la espalda desnuda de Fidel, Edelmira tocó el agua con los dedos. Era fría, turbia, oscura. Quiso quedarse un rato más mirando las ondas que se formaban junto al casco de la barca, pero sintió la mirada acusadora del barquero que había sentenciado no esperar más de un minuto. Temblorosa y apretando los dientes se inclinó hacia el centro de la lancha y abrió la caja de cartón por última vez. Sintió que Fidel la miraba, pero él ya no podía mirarla. Los ojos infantiles de Fidel habían sido los mismos desde hacía dos noches cuando ella regresó de la iglesia y lo encontró boca arriba sobre el suelo frío del patio de ropas.

El barquero miró hacia una nube que los había acompañado todo el trayecto para intentar dejar a Edelmira sola por un instante. Cuando bajó de nuevo la mirada, ya la caja empezaba a hundirse y Edelmira tenía la vista refundida sobre las bancas vacías de la lancha. Escupió la colilla y el motor fuera de borda rugió nuevamente.




Nicolás Cuervo 



sábado, 8 de abril de 2017

Los comensales de Felicia Granados

La llamarada se extendía voraz por los rincones abrasando todo a su paso. Era un fuego implacable y ciego que se desparramaba sin preguntar, parecía un nubarrón fugaz que explotaba dejando todo muerto y un silencio fatal. De nada servía correr mientras la candela se abría paso, lo mejor era quedarse inmóvil y esperar que la muerte llegara lo antes posible.

La técnica recién desarrollada por Felicia Granados era simple: con la mano izquierda levantaba el encendedor a la altura de sus ojos, y detrás de este, empuñaba en la derecha el insecticida en aerosol. Cada disparo era un chorro de fuego que dejaba a las cucarachas fulminadas. A veces alguna quedaba con vida, con las patas arriba trepidantes, suplicando una llamarada más, que acabara con el martirio. Felicia entonces, las dejaba agonizar unos segundos para luego limpiarlas vivas o muertas con el trapo amarillo de la cocina que luego sacudía en la basura. Se regocijaba al verlas morir incineradas, asfixiadas por el embate ineluctable de su lanzallamas artesanal.
Ilustración: Nicolás Cuervo. Colorización: Carolina González.

Felicia disfrutaba mucho su tiempo en la cocina, preparaba un cocido por aquí, agregaba un aderezo por allá. Horneaba una tortilla o guisaba una pierna de pollo. Hacía años ya, que las cucarachas eran una visita frecuente en la primavera y el verano. A principios de septiembre empezaban a reptar en los rincones del mesón cerámico pequeñas cucarachitas del tamaño de un arroz, que iban creciendo con el pasar de las semanas para ser, en el final de febrero, gigantes monstruos oblongos que se acercaban en porte a un ratón pequeño. Para Felicia la cocina era un templo, por eso las había combatido con todas las armas, desde ácido bórico, pasando por veneno en gel, hasta los más caros insecticidas del mercado; es por eso que el fuego, aunque no las aniquilara de raíz, le producía tanta satisfacción y sevicia.

Con un libro de recetas y una bolsa llena de recortes y folletines gastronómicos que recolectaba de las revistas, Felicia se pasaba las horas cocinando para Rodolfo, su esposo. Casi nunca los visitaban, así que Felicia se conformaba con darle a él sus más esmeradas preparaciones. Las visitas habían dejado de ser frecuentes justamente porque la comida que preparaba Felicia, a nadie le gustaba. La última que había resistido era Matilde, su hermana, que luego de una terrible gallina cocida, se había rendido y llevaba casi un año sin asistir a las cenas que en vano, ofrecía Felicia orgullosa de sus preparaciones.

Rodolfo también pasaba los días urdiendo excusas para salir de casa antes de que su mujer sirviera el desayuno, y para no llegar antes de la cena. Sin embargo no podía evitar que Felicia, muy hacendosa, le empacara su almuerzo en una cajita plástica. Al principio Rodolfo repartía el atado entre sus compañeros del trabajo, pero poco a poco había ido perdiendo su amistad. Luego lo dejaba junto a la casa de Betún, un perro callejero adoptado por la gente del barrio, pero luego de un tiempo, cuando Betún lo escuchaba llamarlo, siempre fingía estar dormido. Pese a todas sus artimañas, Rodolfo algunas veces, especialmente los fines de semana, no podía burlar el destino y se veía sometido a tragar con esfuerzo sobrehumano, y ocultando momentáneas arcadas de vómito, las obras gastronómicas de su esposa. Por esta especial razón, Rodolfo vivía profundamente infeliz. La familia decía muy acertadamente, que Felicia y Rodolfo hacían una muy buena pareja, pues ella era la única persona en el mundo capaz de creer las mentiras de Rodolfo, y Rodolfo, era el único en el mundo capaz de tragar las comidas de Felicia. Así discurrían cotidianamente sus vidas.

Un buen día, así como así, Rodolfo no volvió más.

Esa tarde Felicia Granados había pasado varias horas experimentando una nueva receta de hamburguesas a base de zanahoria y calabaza con huevos cocidos. Cuando la preparación estuvo lista, se sentó en la sala a mirar por la ventana y a esperar la llegada de su esposo. De vez en cuando se acercaba a la cocina para espantar algunas cucarachitas que caminaban por el mesón, a lanzar una llamarada y pasar el trapo.

Felicia sólo empezó a inquietarse cuando el cielo cambió a naranja, después a púrpura y a azul oscuro. Rodolfo no aparecía y las hamburguesas se enfriaban en la cocina. Felicia se acercó varias veces a espantar a las intrusas para que la cena de Rodolfo fuera inmaculada, pero después de un rato, se quedó dormida viendo una novela en la televisión.

A las cuatro de la mañana despertó sobresaltada por algún mal sueño, Rodolfo no había regresado y ahora su comida estaba cubierta por un manto efervescente de cucarachas pequeñas. Felicia corrió a buscar el aerosol mientras escarbaba frenéticamente el bolsillo de su delantal para encontrar el encendedor. Cuando preparaba el disparo se detuvo a pensar. Rodolfo no había regresado y no iba a regresar jamás.

Felicia las miró pulular sobre el plato por un momento. Respiró, pisó el pedal que abría la tapa de la caneca y dejó caer el insecticida dentro. Caminando serena se dirigió a su habitación para dejar comer a sus únicas comensales, y para pensar en la receta que les prepararía el día siguiente.


Nicolás Cuervo.

miércoles, 5 de abril de 2017

Los perros del mugre

En Perros encontré sordidez y silencio.
Las paredes mohosas y corroídas de la cárcel, son el entorno constante de una historia que con ayuda de Gerardo Pinzón y Herbert Pinto, se inventó Harold Trompetero para construir la que es hasta ahora, su película más cruda: Perros, El drama de un personaje solo y arrinconado.

El bipolar.
Trompetero es un tipo que se ríe a carcajadas duras y estrepitosas, que retumban en los espacios que habita. Desde lejos se puede saber cuando anda por ahí. Con su cine pasa lo mismo, sus películas no pasan de agache y siempre hay algo que rasguña desde la pantalla hasta hacerse escuchar por una u otra razón. Es usual pensar en el cine de Trompetero como un cine cómico y popular, cine de veinticinco de diciembre, ligero, elemental. Incluso el término comedia barata aparece con cierta frecuencia entre los apelativos empleados por la crítica para hablar de sus películas. Por un lado este bogotano está habituado a eso, y por otro lado, el director y guionista cuenta con dos facetas tan distantes como legítimas: un Trompetero que hace comedias familiares de éxito taquillero, y otro que hurga por dentro de personajes abandonados, que viven raspando los extramuros de la cordura. Trompetero dice entre carcajadas que es “el bipolar del cine colombiano”, que tiene doble personalidad igual que sus historias. Con unas busca entretener a miles de colombianos clase media, con las otras intenta estremecer a otros cuantos que se le miden a enfrentar universos de desconsuelo, porque este drama no tiene un final feliz.

La perrera de la sordidez.
Perros inicia con la reclusión de Misael (Jhon Leguízamo) en el penal de un pueblo de Colombia, trae un homicidio sobre los hombros y la sensación de sangre todavía entre las manos. Es un tipo silencioso que se estrella de frente con la frialdad de la cárcel; por sus habitantes, por sus baldosas heladas, por las botas punteras de los guardias masajeándole la piel de la cara. Es una historia cruda y pausada, que lleva el ritmo cadencioso de la vida en el encierro, con sus tiempos muertos, con sus movimientos cautos de perro desconfiado y sus silencios estremecedores.

Cuando empecé a descubrir en la pantalla esa perrera infecta que es la prisión, no pude evitar pensar en Locos, el último drama que dirigió Harold Trompetero hace 6 años, justo antes de abandonarse a un largo periodo de comedia familiar, mientras también estudiaba la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional, y desarrollaba la investigación de esta historia visceral. A la larga, Locos y Perros son dos relatos de amor frustrado: en la primera un hombre se enamora de una mujer demente y la ama con uñas y dientes hasta perder la cordura. En esta última, Misael encuentra el amor en “Sarna” una perra chandosa que también está allí atrapada, la única capaz de darle calor en las noches frías del penal. El encierro, los personajes perturbados, el silencio y la sordidez, componen la unidad estética que se convierte en el sello ya visible de Trompetero para su lado dramático, para él Perros surge como una consecuencia inevitable de Locos.  

Con una fotografía de detalles repulsivos y baja saturación, que nos recuerda que en la cárcel no hay matices alegres ni momentos cálidos, Perros es una película que gruñe, que pela el colmillo y que ladra a los espectadores. La música incidental y el sonido directo están allí para acentuar el sofoco y generar incomodidad en el espacio. Al fondo escuchamos las rejas de las celdas chirriar de vez en cuando, sentimos de cerca los lamidos babosos de Sarna, la perra que acompaña a Misael en su soledad; y los largos periodos sin diálogo confirman el aislamiento de cada uno de los personajes que malviven pudriéndose en la perrera.   

Animales que muerden con puñal.
En la cárcel se negocia con plata. Cuando no hay, cualquier prenda sirve como moneda de turno: los zapatos, una cobija para la noche helada, en últimas poder llamar por celular un minuto a casa, justifica arrancarse un diente de oro con un alicate para cerrar el trato. Ramiro Meneses encarna con firmeza un personaje rudo y hostil que ronda entre esos muros y tal como en las manadas de perros callejeros, cuando algo se sale de su cauce, se ven los colmillos clavándose en el cuero sin contemplaciones. La crudeza de la sangre oscura y espesa en las pieles hace que la película avance con un ritmo pausado pero amenazante, como cuando los perros levantan un labio y enseñan los colmillos desde lejos.

Desde la celda, Misael se aferra al recuerdo de su hijo y su mujer (María Nela Sinisterra); y la boca espumeante de la prisión cada vez lo agarra con más rabia. Poco a poco se va quedando solo, su hijo lo olvida, se lo van tragando las rejas sin piedad, y el Sargento Cáceres (Álvaro Rodríguez), comandante de la guardia del penal, empieza un acercamiento que lo arrincona por completo: el perro más fuerte del lugar quiere darle una mordida de dominación y rudo amor homosexual.

Sumergido en ese clima de oscuridad y ante el olvido ineluctable, Misael aprende a defenderse a dentelladas como los perros, a punta de puñaladas y movimientos desafiantes, demostrando que también es un chandoso. Hace tiempo, mientras veía un par de perros callejeros copular junto a una esquina, me preguntaba cómo funciona el romance entre los caninos: en efecto no les interesa cuál es el sexo cuando se trata de amar con pasión. La escena de acercamiento entre Cáceres y Misael (que arrancó alteradas exclamaciones de algunos espectadores en la sala), no es más que el encuentro entre un par de animales solitarios que ya no volverán a ver la luz ni a sentir el amor.


El miedo del perro callejero es el que reina en la cárcel. La sordidez del espacio y de los personajes, es el putrefacto caldo de cultivo de esta historia que muestra sin frenos la rabia y la dureza del amor en el encierro. Misael jamás volvió a salir de allí.