La llamarada se extendía voraz por los rincones abrasando todo a su paso. Era un fuego implacable y ciego que se desparramaba sin preguntar, parecía un nubarrón fugaz que explotaba dejando todo muerto y un silencio fatal. De nada servía correr mientras la candela se abría paso, lo mejor era quedarse inmóvil y esperar que la muerte llegara lo antes posible.
La técnica recién desarrollada por Felicia Granados era simple: con la mano izquierda levantaba el encendedor a la altura de sus ojos, y detrás de este, empuñaba en la derecha el insecticida en aerosol. Cada disparo era un chorro de fuego que dejaba a las cucarachas fulminadas. A veces alguna quedaba con vida, con las patas arriba trepidantes, suplicando una llamarada más, que acabara con el martirio. Felicia entonces, las dejaba agonizar unos segundos para luego limpiarlas vivas o muertas con el trapo amarillo de la cocina que luego sacudía en la basura. Se regocijaba al verlas morir incineradas, asfixiadas por el embate ineluctable de su lanzallamas artesanal.
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Ilustración: Nicolás Cuervo. Colorización: Carolina González. |
Felicia disfrutaba mucho su tiempo en la cocina, preparaba un cocido por aquí, agregaba un aderezo por allá. Horneaba una tortilla o guisaba una pierna de pollo. Hacía años ya, que las cucarachas eran una visita frecuente en la primavera y el verano. A principios de septiembre empezaban a reptar en los rincones del mesón cerámico pequeñas cucarachitas del tamaño de un arroz, que iban creciendo con el pasar de las semanas para ser, en el final de febrero, gigantes monstruos oblongos que se acercaban en porte a un ratón pequeño. Para Felicia la cocina era un templo, por eso las había combatido con todas las armas, desde ácido bórico, pasando por veneno en gel, hasta los más caros insecticidas del mercado; es por eso que el fuego, aunque no las aniquilara de raíz, le producía tanta satisfacción y sevicia.
Con un libro de recetas y una bolsa llena de recortes y folletines gastronómicos que recolectaba de las revistas, Felicia se pasaba las horas cocinando para Rodolfo, su esposo. Casi nunca los visitaban, así que Felicia se conformaba con darle a él sus más esmeradas preparaciones. Las visitas habían dejado de ser frecuentes justamente porque la comida que preparaba Felicia, a nadie le gustaba. La última que había resistido era Matilde, su hermana, que luego de una terrible gallina cocida, se había rendido y llevaba casi un año sin asistir a las cenas que en vano, ofrecía Felicia orgullosa de sus preparaciones.
Rodolfo también pasaba los días urdiendo excusas para salir de casa antes de que su mujer sirviera el desayuno, y para no llegar antes de la cena. Sin embargo no podía evitar que Felicia, muy hacendosa, le empacara su almuerzo en una cajita plástica. Al principio Rodolfo repartía el atado entre sus compañeros del trabajo, pero poco a poco había ido perdiendo su amistad. Luego lo dejaba junto a la casa de Betún, un perro callejero adoptado por la gente del barrio, pero luego de un tiempo, cuando Betún lo escuchaba llamarlo, siempre fingía estar dormido. Pese a todas sus artimañas, Rodolfo algunas veces, especialmente los fines de semana, no podía burlar el destino y se veía sometido a tragar con esfuerzo sobrehumano, y ocultando momentáneas arcadas de vómito, las obras gastronómicas de su esposa. Por esta especial razón, Rodolfo vivía profundamente infeliz. La familia decía muy acertadamente, que Felicia y Rodolfo hacían una muy buena pareja, pues ella era la única persona en el mundo capaz de creer las mentiras de Rodolfo, y Rodolfo, era el único en el mundo capaz de tragar las comidas de Felicia. Así discurrían cotidianamente sus vidas.
Un buen día, así como así, Rodolfo no volvió más.
Esa tarde Felicia Granados había pasado varias horas experimentando una nueva receta de hamburguesas a base de zanahoria y calabaza con huevos cocidos. Cuando la preparación estuvo lista, se sentó en la sala a mirar por la ventana y a esperar la llegada de su esposo. De vez en cuando se acercaba a la cocina para espantar algunas cucarachitas que caminaban por el mesón, a lanzar una llamarada y pasar el trapo.
Felicia sólo empezó a inquietarse cuando el cielo cambió a naranja, después a púrpura y a azul oscuro. Rodolfo no aparecía y las hamburguesas se enfriaban en la cocina. Felicia se acercó varias veces a espantar a las intrusas para que la cena de Rodolfo fuera inmaculada, pero después de un rato, se quedó dormida viendo una novela en la televisión.
A las cuatro de la mañana despertó sobresaltada por algún mal sueño, Rodolfo no había regresado y ahora su comida estaba cubierta por un manto efervescente de cucarachas pequeñas. Felicia corrió a buscar el aerosol mientras escarbaba frenéticamente el bolsillo de su delantal para encontrar el encendedor. Cuando preparaba el disparo se detuvo a pensar. Rodolfo no había regresado y no iba a regresar jamás.
Felicia las miró pulular sobre el plato por un momento. Respiró, pisó el pedal que abría la tapa de la caneca y dejó caer el insecticida dentro. Caminando serena se dirigió a su habitación para dejar comer a sus únicas comensales, y para pensar en la receta que les prepararía el día siguiente.
Nicolás Cuervo.