sábado, 8 de abril de 2017

Los comensales de Felicia Granados

La llamarada se extendía voraz por los rincones abrasando todo a su paso. Era un fuego implacable y ciego que se desparramaba sin preguntar, parecía un nubarrón fugaz que explotaba dejando todo muerto y un silencio fatal. De nada servía correr mientras la candela se abría paso, lo mejor era quedarse inmóvil y esperar que la muerte llegara lo antes posible.

La técnica recién desarrollada por Felicia Granados era simple: con la mano izquierda levantaba el encendedor a la altura de sus ojos, y detrás de este, empuñaba en la derecha el insecticida en aerosol. Cada disparo era un chorro de fuego que dejaba a las cucarachas fulminadas. A veces alguna quedaba con vida, con las patas arriba trepidantes, suplicando una llamarada más, que acabara con el martirio. Felicia entonces, las dejaba agonizar unos segundos para luego limpiarlas vivas o muertas con el trapo amarillo de la cocina que luego sacudía en la basura. Se regocijaba al verlas morir incineradas, asfixiadas por el embate ineluctable de su lanzallamas artesanal.
Ilustración: Nicolás Cuervo. Colorización: Carolina González.

Felicia disfrutaba mucho su tiempo en la cocina, preparaba un cocido por aquí, agregaba un aderezo por allá. Horneaba una tortilla o guisaba una pierna de pollo. Hacía años ya, que las cucarachas eran una visita frecuente en la primavera y el verano. A principios de septiembre empezaban a reptar en los rincones del mesón cerámico pequeñas cucarachitas del tamaño de un arroz, que iban creciendo con el pasar de las semanas para ser, en el final de febrero, gigantes monstruos oblongos que se acercaban en porte a un ratón pequeño. Para Felicia la cocina era un templo, por eso las había combatido con todas las armas, desde ácido bórico, pasando por veneno en gel, hasta los más caros insecticidas del mercado; es por eso que el fuego, aunque no las aniquilara de raíz, le producía tanta satisfacción y sevicia.

Con un libro de recetas y una bolsa llena de recortes y folletines gastronómicos que recolectaba de las revistas, Felicia se pasaba las horas cocinando para Rodolfo, su esposo. Casi nunca los visitaban, así que Felicia se conformaba con darle a él sus más esmeradas preparaciones. Las visitas habían dejado de ser frecuentes justamente porque la comida que preparaba Felicia, a nadie le gustaba. La última que había resistido era Matilde, su hermana, que luego de una terrible gallina cocida, se había rendido y llevaba casi un año sin asistir a las cenas que en vano, ofrecía Felicia orgullosa de sus preparaciones.

Rodolfo también pasaba los días urdiendo excusas para salir de casa antes de que su mujer sirviera el desayuno, y para no llegar antes de la cena. Sin embargo no podía evitar que Felicia, muy hacendosa, le empacara su almuerzo en una cajita plástica. Al principio Rodolfo repartía el atado entre sus compañeros del trabajo, pero poco a poco había ido perdiendo su amistad. Luego lo dejaba junto a la casa de Betún, un perro callejero adoptado por la gente del barrio, pero luego de un tiempo, cuando Betún lo escuchaba llamarlo, siempre fingía estar dormido. Pese a todas sus artimañas, Rodolfo algunas veces, especialmente los fines de semana, no podía burlar el destino y se veía sometido a tragar con esfuerzo sobrehumano, y ocultando momentáneas arcadas de vómito, las obras gastronómicas de su esposa. Por esta especial razón, Rodolfo vivía profundamente infeliz. La familia decía muy acertadamente, que Felicia y Rodolfo hacían una muy buena pareja, pues ella era la única persona en el mundo capaz de creer las mentiras de Rodolfo, y Rodolfo, era el único en el mundo capaz de tragar las comidas de Felicia. Así discurrían cotidianamente sus vidas.

Un buen día, así como así, Rodolfo no volvió más.

Esa tarde Felicia Granados había pasado varias horas experimentando una nueva receta de hamburguesas a base de zanahoria y calabaza con huevos cocidos. Cuando la preparación estuvo lista, se sentó en la sala a mirar por la ventana y a esperar la llegada de su esposo. De vez en cuando se acercaba a la cocina para espantar algunas cucarachitas que caminaban por el mesón, a lanzar una llamarada y pasar el trapo.

Felicia sólo empezó a inquietarse cuando el cielo cambió a naranja, después a púrpura y a azul oscuro. Rodolfo no aparecía y las hamburguesas se enfriaban en la cocina. Felicia se acercó varias veces a espantar a las intrusas para que la cena de Rodolfo fuera inmaculada, pero después de un rato, se quedó dormida viendo una novela en la televisión.

A las cuatro de la mañana despertó sobresaltada por algún mal sueño, Rodolfo no había regresado y ahora su comida estaba cubierta por un manto efervescente de cucarachas pequeñas. Felicia corrió a buscar el aerosol mientras escarbaba frenéticamente el bolsillo de su delantal para encontrar el encendedor. Cuando preparaba el disparo se detuvo a pensar. Rodolfo no había regresado y no iba a regresar jamás.

Felicia las miró pulular sobre el plato por un momento. Respiró, pisó el pedal que abría la tapa de la caneca y dejó caer el insecticida dentro. Caminando serena se dirigió a su habitación para dejar comer a sus únicas comensales, y para pensar en la receta que les prepararía el día siguiente.


Nicolás Cuervo.

miércoles, 5 de abril de 2017

Los perros del mugre

En Perros encontré sordidez y silencio.
Las paredes mohosas y corroídas de la cárcel, son el entorno constante de una historia que con ayuda de Gerardo Pinzón y Herbert Pinto, se inventó Harold Trompetero para construir la que es hasta ahora, su película más cruda: Perros, El drama de un personaje solo y arrinconado.

El bipolar.
Trompetero es un tipo que se ríe a carcajadas duras y estrepitosas, que retumban en los espacios que habita. Desde lejos se puede saber cuando anda por ahí. Con su cine pasa lo mismo, sus películas no pasan de agache y siempre hay algo que rasguña desde la pantalla hasta hacerse escuchar por una u otra razón. Es usual pensar en el cine de Trompetero como un cine cómico y popular, cine de veinticinco de diciembre, ligero, elemental. Incluso el término comedia barata aparece con cierta frecuencia entre los apelativos empleados por la crítica para hablar de sus películas. Por un lado este bogotano está habituado a eso, y por otro lado, el director y guionista cuenta con dos facetas tan distantes como legítimas: un Trompetero que hace comedias familiares de éxito taquillero, y otro que hurga por dentro de personajes abandonados, que viven raspando los extramuros de la cordura. Trompetero dice entre carcajadas que es “el bipolar del cine colombiano”, que tiene doble personalidad igual que sus historias. Con unas busca entretener a miles de colombianos clase media, con las otras intenta estremecer a otros cuantos que se le miden a enfrentar universos de desconsuelo, porque este drama no tiene un final feliz.

La perrera de la sordidez.
Perros inicia con la reclusión de Misael (Jhon Leguízamo) en el penal de un pueblo de Colombia, trae un homicidio sobre los hombros y la sensación de sangre todavía entre las manos. Es un tipo silencioso que se estrella de frente con la frialdad de la cárcel; por sus habitantes, por sus baldosas heladas, por las botas punteras de los guardias masajeándole la piel de la cara. Es una historia cruda y pausada, que lleva el ritmo cadencioso de la vida en el encierro, con sus tiempos muertos, con sus movimientos cautos de perro desconfiado y sus silencios estremecedores.

Cuando empecé a descubrir en la pantalla esa perrera infecta que es la prisión, no pude evitar pensar en Locos, el último drama que dirigió Harold Trompetero hace 6 años, justo antes de abandonarse a un largo periodo de comedia familiar, mientras también estudiaba la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional, y desarrollaba la investigación de esta historia visceral. A la larga, Locos y Perros son dos relatos de amor frustrado: en la primera un hombre se enamora de una mujer demente y la ama con uñas y dientes hasta perder la cordura. En esta última, Misael encuentra el amor en “Sarna” una perra chandosa que también está allí atrapada, la única capaz de darle calor en las noches frías del penal. El encierro, los personajes perturbados, el silencio y la sordidez, componen la unidad estética que se convierte en el sello ya visible de Trompetero para su lado dramático, para él Perros surge como una consecuencia inevitable de Locos.  

Con una fotografía de detalles repulsivos y baja saturación, que nos recuerda que en la cárcel no hay matices alegres ni momentos cálidos, Perros es una película que gruñe, que pela el colmillo y que ladra a los espectadores. La música incidental y el sonido directo están allí para acentuar el sofoco y generar incomodidad en el espacio. Al fondo escuchamos las rejas de las celdas chirriar de vez en cuando, sentimos de cerca los lamidos babosos de Sarna, la perra que acompaña a Misael en su soledad; y los largos periodos sin diálogo confirman el aislamiento de cada uno de los personajes que malviven pudriéndose en la perrera.   

Animales que muerden con puñal.
En la cárcel se negocia con plata. Cuando no hay, cualquier prenda sirve como moneda de turno: los zapatos, una cobija para la noche helada, en últimas poder llamar por celular un minuto a casa, justifica arrancarse un diente de oro con un alicate para cerrar el trato. Ramiro Meneses encarna con firmeza un personaje rudo y hostil que ronda entre esos muros y tal como en las manadas de perros callejeros, cuando algo se sale de su cauce, se ven los colmillos clavándose en el cuero sin contemplaciones. La crudeza de la sangre oscura y espesa en las pieles hace que la película avance con un ritmo pausado pero amenazante, como cuando los perros levantan un labio y enseñan los colmillos desde lejos.

Desde la celda, Misael se aferra al recuerdo de su hijo y su mujer (María Nela Sinisterra); y la boca espumeante de la prisión cada vez lo agarra con más rabia. Poco a poco se va quedando solo, su hijo lo olvida, se lo van tragando las rejas sin piedad, y el Sargento Cáceres (Álvaro Rodríguez), comandante de la guardia del penal, empieza un acercamiento que lo arrincona por completo: el perro más fuerte del lugar quiere darle una mordida de dominación y rudo amor homosexual.

Sumergido en ese clima de oscuridad y ante el olvido ineluctable, Misael aprende a defenderse a dentelladas como los perros, a punta de puñaladas y movimientos desafiantes, demostrando que también es un chandoso. Hace tiempo, mientras veía un par de perros callejeros copular junto a una esquina, me preguntaba cómo funciona el romance entre los caninos: en efecto no les interesa cuál es el sexo cuando se trata de amar con pasión. La escena de acercamiento entre Cáceres y Misael (que arrancó alteradas exclamaciones de algunos espectadores en la sala), no es más que el encuentro entre un par de animales solitarios que ya no volverán a ver la luz ni a sentir el amor.


El miedo del perro callejero es el que reina en la cárcel. La sordidez del espacio y de los personajes, es el putrefacto caldo de cultivo de esta historia que muestra sin frenos la rabia y la dureza del amor en el encierro. Misael jamás volvió a salir de allí.