Las mañanas del domingo eran particulares en la familia. Todos los hijos
se levantaban temprano a desayunar en la mesa grande del comedor de abajo. A
las 9 de la mañana, el abuelo Efraín Cuervo, llevaba a los 4 varones a jugar
fútbol a los prados de la Universidad Nacional para regresar al medio día y
almorzar ansiosos porque más tarde partían rumbo al estadio.
Los tíos Fernando y Jaime Cuervo me habían inyectado la tradición de la
familia, y en el año de 1998 yo era un niñito con una pintoresca chaqueta azul
y una cachucha blanca con escudo de millonarios, que me ponían para que en el
estadio, no me quemara el sol de media tarde.

Yo siempre me extasiaba con la entrada al campo. No la de los jugadores,
con la mía propia: en el momento en que cruzaba la puerta hacia las graderías y
veía el verde resplandeciente de la cancha, me sentía cual si fuera yo quien me
asomara ante la mirada atónita de los veintidós jugadores que me reverenciaban
desde el otro lado de la reja, porque entonces, había una reja de varios metros
que nos separaba de la gramilla.
Ese día por alguna razón estaba más verde que antes, quizá era la
orientación del sol, o algún químico efervescente en mi sangre. Cuando entré a
la gradería "Jhon Mario" con su camiseta azul de número 10, corría
acercándose vertiginoso a terreno de riesgo del América que esperaba replegado.
Apreté los puños y me concentré en espera del disparo fulminante, pero una
repentina bulla ensordecedora me sobresaltó sacándome de la jugada. El tío
Fernando me tomó fuerte por la muñeca y me arrastró con violencia volteándome
de nuevo hacia la puerta mientras corría, al tiempo que se revelaba ante mis
ojos una gigantesca e interminable pared roja en la que logré detallar cientos
de miles de rostros enardecidos lanzando improperios y toda clase de objetos
contundentes de bolsillo. Habíamos entrado por la puerta equivocada y la barra
del América fijó en nuestra ropa azul el punto preciso para un furibundo tiro
al blanco dominical: encendedores, llaves, latas de gaseosa, tapas y pedazos de
carne de pincho volaban en dirección a nuestras cabezas. Justo antes de que el
tío Fernando lograra sacarme de la lluvia de proyectiles, rebotó junto a mi pie,
una brillante y redonda pieza dorada de cobre y níquel. Corriendo el riesgo de
morir impactado por un anillo barato, un zapato de tacón duro o un cigarrillo
encendido, me abalancé sobre la presea, la recogí y corrí de nuevo hacia la
seguridad del pasillo.
Más tarde, ya en la tribuna correcta, gasté la
moneda de quinientos pesos en una colombina que lamí satisfecho, mirando desde
el otro lado del estadio, el monstruo rojo que estuvo a punto de devorarme
vivo.
Esa tarde ganamos 3 a 1.
Esa tarde ganamos 3 a 1.
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