viernes, 15 de marzo de 2013

Quinientos pesos.


Las mañanas del domingo eran particulares en la familia. Todos los hijos se levantaban temprano a desayunar en la mesa grande del comedor de abajo. A las 9 de la mañana, el abuelo Efraín Cuervo, llevaba a los 4 varones a jugar fútbol a los prados de la Universidad Nacional para regresar al medio día y almorzar ansiosos porque más tarde partían rumbo al estadio.

Los tíos Fernando y Jaime Cuervo me habían inyectado la tradición de la familia, y en el año de 1998 yo era un niñito con una pintoresca chaqueta azul y una cachucha blanca con escudo de millonarios, que me ponían para que en el estadio, no me quemara el sol de media tarde.

Nos enfrentábamos al América de Cali que en aquellos tiempos jugaba en primera división e inspiraba respeto, pero militaban en el glorioso equipo azul, personajes de la talla de Fosforito López, Bonner Mosquera, Héctor Walter Búrgues y Álex "la amenaza" Daza. El partido ya había comenzado y entramos presurosos a buscar un buen puesto en oriental general.

Yo siempre me extasiaba con la entrada al campo. No la de los jugadores, con la mía propia: en el momento en que cruzaba la puerta hacia las graderías y veía el verde resplandeciente de la cancha, me sentía cual si fuera yo quien me asomara ante la mirada atónita de los veintidós jugadores que me reverenciaban desde el otro lado de la reja, porque entonces, había una reja de varios metros que nos separaba de la gramilla.
Ese día por alguna razón estaba más verde que antes, quizá era la orientación del sol, o algún químico efervescente en mi sangre. Cuando entré a la gradería "Jhon Mario" con su camiseta azul de número 10, corría acercándose vertiginoso a terreno de riesgo del América que esperaba replegado. Apreté los puños y me concentré en espera del disparo fulminante, pero una repentina bulla ensordecedora me sobresaltó sacándome de la jugada. El tío Fernando me tomó fuerte por la muñeca y me arrastró con violencia volteándome de nuevo hacia la puerta mientras corría, al tiempo que se revelaba ante mis ojos una gigantesca e interminable pared roja en la que logré detallar cientos de miles de rostros enardecidos lanzando improperios y toda clase de objetos contundentes de bolsillo. Habíamos entrado por la puerta equivocada y la barra del América fijó en nuestra ropa azul el punto preciso para un furibundo tiro al blanco dominical: encendedores, llaves, latas de gaseosa, tapas y pedazos de carne de pincho volaban en dirección a nuestras cabezas. Justo antes de que el tío Fernando lograra sacarme de la lluvia de proyectiles, rebotó junto a mi pie, una brillante y redonda pieza dorada de cobre y níquel. Corriendo el riesgo de morir impactado por un anillo barato, un zapato de tacón duro o un cigarrillo encendido, me abalancé sobre la presea, la recogí y corrí de nuevo hacia la seguridad del pasillo.

Más tarde, ya en la tribuna correcta, gasté la moneda de quinientos pesos en una colombina que lamí satisfecho, mirando desde el otro lado del estadio, el monstruo rojo que estuvo a punto de devorarme vivo.
Esa tarde ganamos 3 a 1. 

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