Había unos cien metros de agua marrón a cada lado de la lancha, y en la rivera espesos arbustos y manglar impenetrable. El rastro más cercano de civilización se había quedado atrás hacía dos horas. Las cejas despelucadas del barquero se levantaron en medio del silencio como pidiendo una respuesta. Edelmira lo miró un momento y luego llevó la mano a su bolsillo para encontrar temblorosa lo único que allí había: dos billetes de cincuenta mil pesos tan húmedos como su ropa. Lo que en Edelmira antes era inquietud, ahora se transformaba en angustia. Estiró la mano y el barquero recibió los billetes, con desdén los arrugó y los hundió en el bolsillo de su camisa sudada, de allí mismo sacó una hoja doblada en cuatro, la desdobló y señaló con el dedo.
—Ya llegamos— dijo sin dejar caer el cigarrillo de sus labios cuarteados.
Como cuando acariciaba la espalda desnuda de Fidel, Edelmira tocó el agua con los dedos. Era fría, turbia, oscura. Quiso quedarse un rato más mirando las ondas que se formaban junto al casco de la barca, pero sintió la mirada acusadora del barquero que había sentenciado no esperar más de un minuto. Temblorosa y apretando los dientes se inclinó hacia el centro de la lancha y abrió la caja de cartón por última vez. Sintió que Fidel la miraba, pero él ya no podía mirarla. Los ojos infantiles de Fidel habían sido los mismos desde hacía dos noches cuando ella regresó de la iglesia y lo encontró boca arriba sobre el suelo frío del patio de ropas.
El barquero miró hacia una nube que los había acompañado todo el trayecto para intentar dejar a Edelmira sola por un instante. Cuando bajó de nuevo la mirada, ya la caja empezaba a hundirse y Edelmira tenía la vista refundida sobre las bancas vacías de la lancha. Escupió la colilla y el motor fuera de borda rugió nuevamente.
Nicolás Cuervo