lunes, 3 de febrero de 2014

El Emperador Pacifista


(Cuento Ganador del 7º Concurso Nacional de Cuento RCN y Ministerio de Educación Nacional 2013.)


Un emperador pacifista enlistó en su ejército a los hombres con la peor puntería del reino, con el fin de lanzarse a la guerra, no causar ninguna muerte, y así lograr la paz entre los países.

Cuando llegó la primera gran batalla, las huestes del emperador pacifista partieron de su campamento militar armadas de arietes de asedio, ballestas, catapultas, arcos y flechas destinadas a no dar en el blanco. Cientos de hombres torpes, débiles e incompetentes, que como estrategia de ataque iban a disparar a los cuerpos, pero de seguro, no iban a impactar a ningún soldado enemigo.

La infantería rival ya estaba en posición. Una horda de bravíos y valerosos guerreros con armaduras forjadas para soportar las más arduas peleas. Eran fornidos mercenarios enfilados junto a la montaña, sus formaciones defensivas eran rígidas y sus tiradores certeros y resistentes. 

Las fuerzas del emperador pacifista llegaron, se ubicaron, e inmediatamente empezaron a disparar. Las flechas saltaban hacia arriba o hacia atrás, las puntas de piedra encendidas en llamas se clavaban en los árboles o chocaban contra las rocas en el camino, las lanzas daban simpáticas volteretas en el aire, los disparos de catapulta se iban al cielo y los proyectiles llegaban con dificultad a unos pocos metros de estos hombres que esforzándose con valentía, no lograban atinar siquiera cerca de sus rivales. El adalid, pacífico y orgulloso, sonreía desde su caballo.

Los enemigos, al ver tan ridículo espectáculo bajaron sus armas y desconcertados se miraban unos a otros sin lograr explicarse lo que sucedía con aquel ejército de frustrados guerreros. Unos empezaron a reír, y pronto todos los hombres de la infantería rival estaban sentados en el suelo con la barriga entre las manos y carcajeándose de la irónica situación que sus ojos encharcados por la risa, presenciaban en el campo de batalla.

Al cabo de un rato de risotadas, el comandante enemigo se incorporó, se secó las lágrimas, frunció el ceño y dio la orden de ataque. 

En doce minutos los liquidaron a todos, incluyendo al emperador pacifista que por un momento, creyó haber logrado su objetivo.


Ilustración: Carolina González
Nicolás Cuervo®