lunes, 15 de julio de 2013

La condenada pantalla.


Sentada en la mesita de su cocina en algún lugar del mundo, una mujer decide ver una película. Mira por la ventana y ve que afuera llueve. Se sienta frente a su computadora, revisa rápidamente un listado de sus directores favoritos y hace un par de clicks que la conducen a un portal gratuito de películas en línea. Cuatro minutos después, esta misma mujer se encuentra viendo un estreno exclusivo en una sala de cine, con pantalla más pequeña, pero donde nadie tose, no debe pagar boleto de entrada, le permiten beber whiskey y puede levantarse al baño cada vez que le da la gana.

Teníamos también, hace sólo un par de décadas, el cine encerrado en casa. Caminábamos con mi prima Ana hasta una videotienda pequeña que quedaba a una cuadra de distancia, y alquilábamos una cajita rectangular que escogíamos deslumbrados entre una abundante variedad: 80 o 100 títulos en Betamax y VHS, entre algunos
clásicos, decenas de películas norteamericanas de acción y otros tantos filmes infantiles o de terror que eran los que más llamaban mi atención.
Luego mi tía nos compraba un paquete de maíz pira para el microondas y regresábamos para sentarnos durante dos horas inmóviles frente a la pantalla a ver Freddy Krueger o Aladino y la lámpara maravillosa. Antes de ello, con los formatos aficionados de 8 y 16 milímetros, se podía tener una película en celuloide y proyectarla en la sala de la casa, pero estas no eran piezas de fácil consecución, o al menos no estaban a un click de distancia.

Por estos días, se abalanza sobre nosotros con las fauces amenazantes, una inaudita y desenfrenada transformación en la forma de ver el cine, y por tanto en su público, en su modelo de producción, y en sus alcances. Yo siempre me resistí a pensar que las nuevas tecnologías y los dispositivos móviles podrían convertir las casas en pequeñas salas de cine equipadas para recibir cualquier filme de última generación, pero caminando ensimismado y con las manos en los bolsillos, me preguntaba si en verdad, el cine de pantalla gigante está condenado a la extinción.

Durante los últimos años me convertí en un acérrimo detractor de quienes no van a las salas, porque las tienen en sus pantallas portátiles de alta definición, en las sillas de sus automóviles o en los televisores de sus habitaciones; y defendía con garras y dentelladas una idea implacable: El cine está creado para ser visto en salas de cine, en pantalla gigante y con sonido abrazador, es un espectáculo de masas que se apoya en algunos poderosos recursos visuales y sonoros que las pequeñas pantallas de televisión con sus colores trocados y sus limitados altoparlantes no podían tener.

(Silencio)
(…Pequeño suspiro melancólico)
 
!Pero si hoy, los novedosos equipos de sonido con sistema surround 5.1 han convertido muchas casas en salas que no mucho tendrían que envidiarle a un multiplex con tecnología de punta! ¡La altísima definición de las pantallas y las amplias colecciones fílmicas de la creciente red cibernética han alcanzado miles y miles de títulos y series en línea subtitulados en todos los idiomas! 
Yo empiezo a sentir miedo.

No develo el futuro con mis palabras, y quizá siembro más inquietudes que certezas. Tampoco quiero saber qué pasará en algunos años con las grandes proyecciones de cine; pero aún siento un fresco soplo de alivio cuando acudo a una sala, me zambullo en mi silla y abro los ojos para que me devore la pantalla gigante: una que muestra las historias en dimensiones tan inmensas, que ni el más sofisticado de los televisores las podrá alcanzar jamás. 

Si algún día los mil demonios del tártaro deciden que la proyección sobre la gran pantalla se extinga como los dinosaurios o las discotiendas, le contaremos a los chicuelos que el cine era como el display táctil de sus smartphones, pero sin lo táctil, con 9 metros de altura y con infinitos relatos deslumbrantes.