Ayer fui a ver “La Lectora”, de Riccardo Gabrielli. Salí satisfecho de la sala.
No quiero decir con eso, que sea la mejor película producto
de la actual camada cinematográfica de este país, ni tampoco una de las
mejores. Pero salí satisfecho.
Para estudiarla con calma, habría que escribir un capítulo
aislado donde desglosara elementos interesantes y otros no tanto, que logré
rescatar de esta cinta, pero hoy no quiero hablar de eso.
Lo que encuentro gratificante del film, es la sensación de
esperanza con la que salí del multiplex.
Asistimos por estos días, a una bonanza cinematográfica (no
hablo en términos narrativos ni artísticos, lo hago en términos exclusivamente
de producción) en la que por primera vez, haciendo una cuenta ligera, tenemos
al menos cinco películas colombianas siendo exhibidas en cartelera nacional
simultáneamente. Empieza a crecer la industria.
Todo esto se debe a las crecientes posibilidades de producción que se han generado por estos días con las legislaciones cinematográficas, la globalización y el acceso a los medios audiovisuales cada vez más cercano. Quede claro, que hasta este punto no menciono bondades artísticas ni del lenguaje cinematográfico, que nuestro cine haya descubierto con esta ola.
Todo esto se debe a las crecientes posibilidades de producción que se han generado por estos días con las legislaciones cinematográficas, la globalización y el acceso a los medios audiovisuales cada vez más cercano. Quede claro, que hasta este punto no menciono bondades artísticas ni del lenguaje cinematográfico, que nuestro cine haya descubierto con esta ola.
Mi lectura es sencilla: Hay que tener cuidado con la creciente
industria fílmica del país: no de mucho producir se produce más hermoso.
La “cinematografización” (lindo término de mi propia
cosecha) de la ligera telenovela costumbrista colombiana, ha hecho que un alto
porcentaje de nuestro cine, se vea invadido por producciones básicas que
arrancan risas a un público malcriado frente a las pantallas de sus
televisores. Pero no echemos la culpa a la audiencia que no tienen ellos la
obligación de ver cine intelectualoide. La culpa es nuestra por no hacer
propuestas interesantes.
Desde hace tiempos he sido amante de las películas que
retratan la maldad humana, la malicia encarnada en las almas, la canallada, el
crimen y las mafias.
Resulta ser que nuestras mafias (evidentemente) tienden a
ser guerrilleros, militares y paramilitares. No lo cuestiono… cómo no relatar
nuestras historias nacionales. Pero empezamos a inmunizarnos ante las
emociones que nos generan estos pérfidos soldados corruptos, estos manidos
guerrilleros insensibles que vemos en numerosos filmes. En cambio rescato con
fanfarrias, aquellas películas en que logramos plantear otros universos
macabros, otras mafias diferentes, mafias universales.
Me doy a la retrospectiva y me encuentro con el recuerdo de
Perro Come Perro y lo encantadora que me pareció la posibilidad de imaginar
gánsters diferentes, que aunque viven en el corazón de una Cali sofocante y
sórdida, no son narcos ni guerrilleros. Ayer sentí lo mismo. Con un montaje y
una estructura narrativa bien construída, La Lectora nos deja ver una historia
en que un manojo de malhechores de putrefacta proveniencia, luchan por un
maletín que luego de varios puntos de giro, no logramos definir qué contiene.
Malos de película que recuerdan las mafias del Chicago en los 50 sin salirse
del contexto Bogotano, sin verse ridículos ni parecer peces en una jaula para
leones.
Suelten amarras señores, ¡no me joda!. La mente humana es
muy oscura, maliciosa y perturbadora, pero por lo mismo puede concebir
historias deliciosas y verdaderos mafiosos de película.